miércoles, 18 de diciembre de 2013

POR UN NUEVO FUNDAMENTALSMO CULTURAL


(publicado originalmente en El Confidencial)


Cultura española, cultura de la paz, cultura europea, cultura ciclista, cultura sin techo, cultura conservadora, cultura de prevención, cultura de masas, cultura deportiva, cultura general, cultura japonesa, cultura inquieta, cultura artística, cultura basura, cultura de la superación, cultura popular, cultura de transparencia, cultura de gestión pública, cultura emprendedora, cultura del automóvil, cultura del etcétera, etc., etc. Pero, ¿cómo es posible que un concepto que en el pasado generaba un discurso de unidad se haya convertido en un auténtico vertedero discursivo? O dicho de otro modo, si todo es cultura, nada lo es. Si bien es cierto que en otros tiempos la cultura sirvió como modo de visibilizar una perspectiva fundamentalista del mundo, no es menos cierto que las democracias occidentales aprendieron pronto la lección terrible que conlleva el fundamentalismo, la lección que tiene que ver con el hecho de que una cultura quiera destruir al resto. Sin embargo, el aprendizaje de esa lección tenía condiciones muy duras y restrictivas. Acabar con el fundamentalismo implicaba una extraña alianza con el mercado. Es decir, el mejor modo de acabar con el fundamentalismo unilateral y su cultura devastadora era inventarse un universalismo donde todos somos iguales, pero un universalismo que a su vez permitiera la posibilidad de generar una cultura antifundamentalista-universalista donde el mercado sería el que tutelase el intercambio cultural. Al mismo tiempo, esta estrategia de acabar con la cultura para generar una cultura de lo universal (o culturas), conllevaba desjerarquizar todo concepto de cultura. Así pues, hay tantos conceptos de cultura como seres humanos o como hobbys tengan estos. Pero he aquí que nos hallamos con el fundamentalismo más radical: el antifundamentalismo. ¿Qué comparte la cultura del automóvil con la cultura literaria? O mejor ¿qué comparten el Opel Astra y Luis Cernuda? Cada uno es cultura, a su modo y al mismo nivel, dirá el antifundamentalista.  Pero básicamente es una estupidez: si una bujía y un verso de Cernuda comparten un concepto de cultura ese concepto es, posiblemente, hueco. Y esto tiene que ver básicamente con la despolitización del concepto de cultura. Terry Eagleton lo expone mejor: “El capitalismo es antifundamentalista por naturaleza, desvanece en el aire todo lo sólido, y eso provoca reacciones fundamentalistas tanto dentro como fuera del mundo occidental. La cultura occidental se debate entre el evangelismo y la emancipación entre Forrest Gump  y Pulp Fiction […] El antifundamentalismo es reflejo de una cultura hedonista, pluralista y abierta que, desde luego, resulta mucho más tolerante que sus antecesoras, pero que también sirve para generar auténticos beneficios de mercado”. Una cultura despolitizada genera homogeneidad: es decir, coloca al mismo nivel cultural a Cernuda, Belén Esteban, y los tornillos de cabeza fresada. El mejor modo de despolitizar la cultura es, por tanto, afirmar que todo es cultura, que todo está al mismo nivel y que la cultura se relaciona con los beneficios.
…cultura pornográfica, cultura militante, cultura del bricolage, cultura de club, cultura participativa, cultura del ahorro, cultura del gasto, cultura del destornillador, cultura del terror, cultura del tabaco, cultura del alcohol, cultura de la automedicación…
Este discurso neoliberal (homogeneizador y, en cambio, pluralista) en torno a la cultura ha calado hondo. Todo es cultura. “Diga una palabra”, “Bolígrafo”. Fácil: “La cultura del bolígrafo”. Y desde ahí es posible describir un nostálgico ataque a las tecnologías o bien una defensa de la escritura, o bien defender la espiritualidad del lenguaje, o los problemas de mercado derivados de su uso. Otro. Otro. “”Lentejas”. “La cultura de la lenteja”. Ya está:  la legumbre en España como desafío empresarial. O bien los problemas de la agricultura, etc. La cultura vale para todo (es un wok conceptual) y por lo tanto es algo que ya no vale para nada. Cultura es un término fantasma (sinónimo de hobby en muchos casos) que pone sobre los aires a aquello que se coloca a su lado, separándolo de la tierra y, por tanto, desactivándolo.
Si nos fijamos en el modo de escenificar el problema en el lenguaje político encontramos dos casos llamativos: “Cultura empresarial”, “cultura emprendedora”. Un ejemplo. En la ponencia económica del 17 congreso del Partido popular leemos: “Una cultura empresarial innovadora genera empleo cualificado y sostenible gracias a la rentabilidad que obtiene de aplicar los resultados de la investigación en sus actividades económicas”. Y unas líneas más tarde se señala la necesidad de “acabar con la cultura de la subvención”. La misma palabra “cultura” desestabiliza el discurso sin decir nada. En la primera acepción la cultura desempeña el papel inspirador del cambio mientras que en la segunda es limosna. En la primera acepción la palabra “cultura” forma parte de la misma idea de cultura que trasciende lo terrenal para tocar el cielo, la cultura empresarial es una forma de religión. En la segunda acepción es basura. Otra fórmula. En la ley de emprendedores leemos: “Para fomentar la cultura del emprendimiento resulta necesario prestar especial  atención a las enseñanzas universitarias, de modo que las universidades lleven a cabo  tareas de información y asesoramiento para que los estudiantes se inicien en el emprendimiento”. Y así, de pronto, la cultura emprendedora necesita de la cultura universitaria y viceversa. El contagio es imparable. Otro caso. En la última conferencia política del PSOE leemos una concepción de la “cultura” llamativamente similar: “El emprendimiento y la creación de empresa debe ir acompañada de programas que fomenten una cultura empresarial responsable”, y más adelante se no habla de un “plan de fomento de la cultura empresarial basada en la innovación y emprendimiento”, o “Unas universidades más emprendedoras e innovadoras serán también los espacios idóneos para el fomento del espíritu innovador y emprendedor en sus estudiantes, en los futuros profesionales de nuestro país”. Esta conferencia del PSOE es realmente todo un manual de desactivación política de la cultura. Es esa cultura desactivada (antifundamentalista) la que la clase política favorece y que ella  misma necesita fomentar para que se mantenga su poder. Y así lo afrontan los partidos en sus diversos niveles y frentes. Decía Benedetto Croce con razón que la “experiencia muestra que el partido que gobierna […] es siempre uno solo, y tiene el consenso de todos los demás que fingen oponerse”. Y la cultura es un ejemplo de ese fingimiento. Lo mismo que la cultura del consenso.
Dicho esto, ¿qué hacer? Tal vez el hacer no sea el problema. Sin embargo, sí creo que en lugar de cultura o de políticas culturales lo que necesitamos es la politización de la cultura. Es necesario, por ejemplo, un nuevo arte de propaganda cuyo fin no sea tanto lo panfletario como lo desactivador. Hacen falta fundamentalistas que sostengan que la cultura puede ser un arma política y no un simple juego de pluralismo relativista. Que la cultura debería volver a ser en cierta medida un instrumento de desactivación y no de consenso. Pero…
Cultura popular, cultura terrorista, cultura transhumante, cultura del cepillado dental, cultura proctológica, cultura machista, cultura floral, cultura agrícola, cultura hospitalaria, cultura pedófila, cultura de las teleseries, cultura bibliotecaria, cultura femenina, cultura matrimonial, cultura apicultora, cultura periodística…

martes, 3 de diciembre de 2013

LA NUEVA MITOLOGÍA (Mariano Rajoy como Hesiodo)



En 2005, en el Congreso de los Diputados, escuchábamos esto: “Yo creo que quienes han redactado este texto pueden comprender que cualquier reforma que pretenda recortar la libertad de los ciudadanos invocando los presuntos derechos indefinidos de un pueblo metafísico tropezará con muchas dificultades en esta Cámara.” Y un par de líneas más tarde: “Porque este es el lenguaje de la democracia. Todo lo demás es mitología.”  Quien así habla es Mariano Rajoy. En concreto estas líneas forman parte de su intervención para frenar el ya lejano Plan Ibarreche. Y es cierto: todo lo demás es mitología. Sin embargo, más de ocho años después, observamos como esa mitología ha cambiado de bando. Es decir, podemos establecer que nuestro país, la España que vivimos hoy, es un recinto de mitologías. Dicho así, la mitología es, por naturaleza, un modo de producir relatos, relatos envolventes construidos desde la idea de que el lenguaje es un modelo de acción y no de significado.  Y esto es lo que se ha llamado el activismo de la derecha: separar constantemente el lenguaje de la realidad para diseñar mayores mitologías. Montoro es un experto mitólogo, por ejemplo. Como Hesiodo ha desarrollado una extensa cosmogonía, basada en el relato del origen de la salida de la crisis. Así, la derecha, desde su activismo lingüístico, se contenta con ofrecernos no futuros placenteros sino, como buen prestidigitador, presentes invisibles, o, algo tan extraño como utopías para el presente. Y así continúa el relato y los relatos. Pero los relatos, al mismo tiempo se expanden o se contraen. La “prima de riesgo” es ya una narración pasada. “Salida de la recesión” es una narración reciente. “Emprendedor” es una figura narrativa que sustituye a la vieja figura narrativa llamada “trabajador” o, incluso “pueblo”. Narrar. Narrar. Narrar. Eso es lo propio del nuevo mito español. Y no es casual que aquel lejano Rajoy enfrentase pueblo metafísico a mitología. Hoy somos todos un pueblo metafísico enfrentados a los vapores de la mitología fundamentalista. Pero si somos un ente metafísico deberíamos ejercer de tal y apropiarnos del lenguaje de la democracia.  Este, quizá, sea uno de las cuestiones que pueden o deben visualizarse. Desde su saber y hacer mitología el Partido Popular, desde su activismo de la derecha, ha establecido un secuestro altamente eficaz del lenguaje de la democracia. Este secuestro del lenguaje de la democracia ya se atisbaba antes de su llegada al poder. Un secuestro que funciona en dos movimientos: a) tomo la palabra X y la vacío de significado otorgándole un nuevo sentido, b) obligo a mi oponente a que acepte mi nuevo uso del lenguaje. He ahí el secuestro. En el mismo discurso de Rajoy, de febrero de 2005, leemos: “Si no modifican esos planteamientos o los guardan en el armario de las ilusiones remotas, como hemos hecho todos en lo que nos toca, no vamos a poder entendernos. Les diré por qué, señorías: En primer lugar porque ya no vivimos en el siglo XVIII. Todo el mundo tiene derecho a cultivar conceptos antiguos pero no se puede pretender que una democracia moderna los comparta”. Como hemos hecho todos en lo que nos toca, es decir, guardar ilusiones remotas (hasta que se cumplan, como pasa hoy). Y entre esas ilusiones remotas estaba la transformación del lenguaje y de su uso. Ahora la libertad es un deber (no un derecho) pero dentro de los límites de un nuevo concepto: seguridad. Aceptar su lenguaje es aceptar su destino. Si antes éramos pueblo, o ciudadano, ahora, por ejemplo, somos “activo”. Recientemente en Panamá, el presidente ha dicho: "Nuestro mayor activo son nuestros ciudadanos". Si aceptamos que somos “activo” o que debemos ser “emprendedores”, aceptamos una mitología que sólo sirve para crear esa “utopía del presente” que late detrás de todo esto. La mitología espiritual generada alrededor de la figura del emprendedor (cultura emprendedora/espíritu emprendedor) destruye la imagen del sujeto como trabajador (palabra ésta estigmatizada en la nueva mitología). Oímos también reformar el derecho de huelga, lo que implica que se trata de una batalla no por reformar tal derecho sino por vaciar de sentido la palabra “huelga”. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía Wittgenstein.

            En definitiva, Rajoy, ya en el discurso de investidura en diciembre de 2011 decía: “A la salida de la crisis no habitaremos el mismo planeta que hemos conocido. Habrán cambiado las reglas, habrán cambiado las condiciones de vida”, y, añadimos, habrá cambiado el lenguaje y, por extensión, la forma de vida de los ciudadanos. Sin embargo, si aceptamos que hay una salida de la crisis aceptamos que la crisis es un accidente temporal y espacial, que tiene entrada y salida. La crisis no es un territorio sino, quizá, un mapa que no manejamos. La crisis no es un planeta extraño. Ni Rajoy es Philip K. Dick.