jueves, 2 de mayo de 2013

CRÍTICA EN SERIE. LA TEORÍA DE LA DOBLE H Y EL DISFRAZ ALEGÓRICO



[Este texto es un fragmento de un seminario sobre Filosofía, política y televisión, diciembre de 2011]



 “No es ni puramente arte, ni sólo entretenimiento, no sé si estoy realmente en lo uno o en lo otro. Estoy en otra parte"
Julie Taymor. Productora . Walt Disney

1.
Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare señala, con acierto sin duda, que el hecho de que las series americanas posean un carácter planetario y global “no [las] exime de su potencial crítico: mientras que los personajes, las historias y el mundo creados suscitan empatía o rechazo, la cultura estadounidense que representa es examinada por el espectador internacional desde una actitud proclive al análisis y al cuestionamiento. El hecho de que las series mantengan una línea editorial implacable con la sociedad y, sobre todo, con la política norteamericana favorece esa actitud microcrítica”. Ahora bien, ¿es tan sencillo? ¿No hay algo de condescendiente desprecio en este hecho por parte de esas series? ¿Puede ser real esa disposición crítica? O dicho en otros términos ¿qué función ejerce una serie de televisión si la desplazamos de su contexto de entretenimiento y la convertimos en un dispositivo intelectual? ¿Hay algo de crítico en este simple hecho? ¿Y cuánto hay de fetichismo? Las palabras siguientes, y por ello les pido paciencia, son simplemente una sucesión de ideas aún por armar, y por lo tanto aún por sostener, lo reconozco, pero no cabe duda de que es necesario mantener siempre la posibilidad de ver cada situación desde otro ángulo de identificación (o desidentificación).

2.
Dicho esto, si colocamos, por ejemplo, las series sobre su trasfondo económico y mercantil (HBO, Time Warner…) esta posibilidad crítica se nos muestra como una crítica blanda, como de pose, cuyo objeto es puramente mostrar el recinto que puede ser criticado, sin proponer transformación alguna. Es decir, ejercer una crítica bañada a través de la muestra de imágenes; imágenes que recogen la herencia técnica del cine de autor, o mejor dicho, su apariencia (del mismo modo que el corte inglés recoge la apariencia de tergiversación situacionista para su publicidad). De esta forma, del cine de autor interesa su efecto de alta cultura —su carácter técnico—, pero obvia su causa. La serie The wire podría ser el lugar para la crítica y para muchos teóricos lo es de un  modo paradigmático, por eso la elegimos como ejemplo. Para algunos esa crítica se establece —sin prescripciones, sólo como descripción— desde la imagen, aunque considerando que en la serie no hay crítica social sino “una cuestión de sensibilidad”, mientras que para otros el proceso crítico consiste en el reflejo literario de las calles de Baltimore: “lo que interesa es diseccionar las entrañas de la ciudad al mismo tiempo que sucede lo propio con las de los personajes”. Mostrar es el objetivo. El propio realizador de la serie, David Simon, lo reafirma: “Cuando se le da rienda suelta al capitalismo desaparecen los derechos de los trabajadores porque los trabajadores se convierten en sólo una herramienta del capitalismo, dejan de ser seres humanos. Si estás en lo alto de la pirámide productiva y te beneficias de esta dinámica, fenómeno; pero si estás en la parte de abajo, eres una víctima. Por eso EE UU es un país más brutal e indiferente que otros, sin interés alguno por compartir los beneficios entre toda la comunidad. Eso es The Wire: una declaración política de principios.” Pero ¿es ésta la cuestión? ¿es así realmente? Veámoslo desde otra perspectiva. Cuando Walter Benjamin en El autor como productor analiza las posibilidades críticas de la Nueva Objetividad las cuestiona, debido al hecho de su proceder como objeto de mercado, como muestra acrítica cuyo destino no es otro que la moda. Algo así, en la distancia, podría señalarse de las posibilidades críticas de una serie de televisión como The Wire. Escribía Benjamin lo siguiente: “la Nueva Objetividad ha hecho de la lucha contra la miseria, a su vez, un objeto de consumo”. Hacer de la miseria un objeto de consumo, una moda, ésa podría ser otra descripción de lo serial. The Wire, vista no como entretenimiento (en este sentido es una serie impecable, fabulosa) sino con intenciones críticas escondidas y sobreintelectualizadas, y sobre todo como productora de conocimiento, no cumple más que su función de hacer de la miseria objeto de consumo a través de la estilización y la técnica. Se trataría de un abastecimiento de imágenes que no aportan ninguna transformación, “es —tomando a Benjamin— un procedimiento criticable aunque los materiales de que se abastece parezcan de naturaleza revolucionaria”. Hablamos, así, de moda disfrazada de crítica.

3.
Frédéric Martel, en su Cultura Mainstream, lo expone en su diálogo con John Nye, profesor de Harvard y colaborador de Obama en las estrategias de difusión cultural. Nye ha difundido la idea de soft power.  “Es la idea —señala Martel— de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial”.  Afirma Nye lo siguiente: “El soft power es la atracción y no la coerción. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertaiment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood”. Esta doble H (Harvard-Hollywood) es la que los grandes monstruos económicos y mediáticos tratan de absorber o de atraer. Es decir, que a través de la estratificación de tramas sea posible captar y capturar tanto al profesor de Harvard como al adicto a las películas de Hollywood. Y añade Nye en su entrevista con Martel: “pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. […] Y no hay que olvidar que nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, You Tube, MySpace y Facebook”. De alguna forma, la idea (esa inquietante nuestra influencia) es la consolidación de las series de televisión —que luego sean descargadas o compradas, pero han de pasar por la televisión—, así como de todo el amplio espectro cultural americano, del arte al entretenimiento, que no muestren un sentido de coerción, sino series que al construir muestren una autocrítica moderada al sistema americano pero que haga factible una visión idílica de su (nuestra) realidad. La idea de exportación de la cultura implica una acción a diferentes niveles, creando en el objeto de entretenimiento tejidos que van dirigidos a espectadores diferentes como guiños hacia su cultura. De esta forma saben oscilar perfectamente —midiendo los tiempos— entre la alta y la baja cultura, entre guiños a los seguidores de Antonioni y llamadas a los fans de Beyoncé. La descontextualización nos eleva más allá del producto cultural. En el caso del cine y de la televisión ese soft power se hace evidente a través de la construcción de una complejidad interna que sea capaz de atraer a todo tipo de espectador (tanto a la profesora de universidad especialista en semiótica como a la ama de casa que prepara la cena), y para ello se crean tramas, subtramas, metatramas, construidas a partir de personajes de diferentes razas, credos y sexos, etc. Mostrar la vida americana en su multilateralidad para que ese poder sea más efectivo, y aparentemente, por ello, tenga un componente crítico. Las series como fenómeno de masas se convierten, así, en multitextos maleables. O dicho de otro modo: reunir lo disperso (culturalmente) en un solo producto, que termina por ser fetichizado en muy diversos niveles.

4.
“El espectador no debe necesitar ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción […] Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada”. Esta idea, expresada por Adorno y Horkheimer en su trabajo La industria cultural, a pesar de poder resultar ingenua  (que lo es) es lo que precisamente ha sido dado la vuelta por la propia industria cultural. Es decir, la idea de que el universo espectacular-televisivo-medático que nos rodea impide todo pensamiento propio, o que de darse este pensamiento sería ficticiamente propio ya que se nos ha lavado el cerebro, fue durante décadas el lema de muchos teóricos de izquierda. Se solía decir que una de las señas de identidad de la industria cultural es, precisamente, su opacidad a todo pensamiento. La necesidad de imposibilitar la apertura reflexiva es lo que implica que todo pensamiento aparte sea un pensamiento desde fuera del hecho espectacular, y por lo tanto, inoperante. Este podría ser, de modo muy resumido, el extraño idilio entre pensamiento y espectáculo, entre arte y entretenimiento. Sin embargo, la industria cultural ha desarrollado o posibilitado  en la actualidad (a través de su disfraz como industria creativa) la construcción de un pensamiento a través de los itinerarios que ofrece el propio espectáculo. De esta forma comenzaron a surgir teóricos y escritores que vieron en la cultura del entretenimiento una nueva forma de verter en ella su conocimiento, señalando que las series son “conocimiento disfrazado de entretenimiento”. “Si el intelectual no viene a mí —dice la industria serial— introduzco lo intelectual dentro de mí sin olvidar mis “otros destinos””. El disfraz está dentro, en el interior. Y aquí, en este proceder teórico, en este proceder carnavalesco, es donde se produce la construcción alegórica, en tanto que la teoría extrae a las series de su contexto, cegando en la mayoría de las ocasiones la posibilidad de cuestionar la genealogía económica de esas producciones. Es decir, el alegorista no inventa las imágenes, simplemente las confisca, extrayendo de ellas lo que es culturalmente significativo. El alegorista no resitúa las imágenes en el sentido de buscar el significado original que podía haberse extraviado. Ahora bien, tampoco se trata de hermenéutica. Es, evidentemente, una nostalgia del quehacer posmoderno.  El alegorista desactiva, por lo tanto, la posibilidad de ver la serie como entretenimiento haciendo de ella un producto maleable (un tercer lenguaje), inservible más allá de determinados juegos malabares con los que pretende situar lo estudiado en su propio recinto de pensamiento. Pero al mismo tiempo, ese alegorista elimina y asordina toda posibilidad de cuestionar los fundamentos económicos y políticos de las series, al situar fuera de su origen ese producto. ¿Está entonces el intelectual atrapado en su propia paradoja en su propio disfraz?

5 comentarios:

Daviblio dijo...

Sensacionales reflexiones. Detrás de la apariencia simplona de las series... hay unas intenciones claras de malear cerebros. Extender cultura y aprovecharse de la moda de los buenos ideales...

Un escrito muy interesante. Muchas gracias,

Saludos.

camaradeniebla dijo...

Hay series y series.
¿quién podía leer a Dickens en el XIX?
Lo que son, muy probablemente, es la extensión de los hábito folletinescos (funcionan igual)
Aún así, creo que hay series que introducen su condición de fetiche en su propia fabulación aunque, muy probablemente, se traten de segmentos de mercado muy minoritarios y con necesidades específicas que no se corresponden con las necesidades del prime-time.
Creo que la expectativa de la franja horaria resulta el elemento más poderoso a la hora de malear las tematizaciones.

Luciana dijo...

Alberto, me ha resultado muy interesante tu análisis y me ha hecho repensar algunas cuestiones a las que vengo dando vueltas hace tiempo. Comparto plenamente tu “sospecha”, pero creo que todo depende del lugar de enunciación. Si partimos del “espectador internacional” y consideramos que la serie provoca una actitud proclive al análisis y cuestionamiento, se asemeja al cinismo de Kant cuando decía que la importancia de la Revolución Francesa descansaba en el “estado de ánimo que suscitaba en el espectador –es decir, su sentimiento de placer o displacer manifestado desde könisberg-”. El problema está en creer que existe algo así como “el espectador internacional” ¿Dónde se encuentra este cosmopolita crítico? ¿Barcelona, Madrid, Buenos Aires? Podría hacer un chiste fácil y decir que esta es la típica actitud del cosmopaleto –el pueblerino que no se sabe pueblo-, pero creo que la cuestión es más compleja. El espectador internacional impide cualquier ruptura epistemológica, refuerza la lógica del mercado y convierte todo objeto en un producto de consumo. En este caso, como vos mismo sugerís, consumo de pobreza. Más aún, este espectador es un producto del mercado, una combinación de oportunismo editorial e intelectual. Desde este punto de vista, y al igual que vos, creo que las series no funcionan como un dispositivo intelectual. Pero sí me parece que pueden funcionar como dispositivo sensible, cuyo efecto no podemos calcular de antemano. Creo que las series son un dispositivo de doble filo, por un lado, funcionan como un producto del mercado y ahí el efecto está predeterminado por la industria cultural y reforzado por sus lacayos fetichistas, pero, por otro lado, hay un uso que no podemos calcular. Y este uso descansa en la manera en que la gente se reapropia –no me refiero al intelectual burgués, soso y aburrido - sino a las personas cuya constitución subjetiva se ve afectada por lo que es narrado en las series. Qué sucede cuando The Wire es vista por alguien de Baltimore, de Fuerte Apache en Buenos Aires o de Barrio Kennedy en Bogotá (por citar algunos ejemplos). ¿Cómo se reapropian del relato?, ¿qué tipo de uso hacen?, ¿se produce algún tipo de ruptura epistemológica? Hace poco descubrí a uno de los españoles más lúcido en materia de medios de comunicación -y peor tratado en España-, Martín-Barbero. Tiene un libro muy bueno que se llama De los medios a las mediaciones, creo que por ahí está la clave para poner en cuestión, no sólo el lugar de enunciación del burguesito intelectual, sino también del pensamiento crítico con y contra el cual lucho, anclado en una idea elitista de lucidez que, paradójicamente, se vuelve funcional al mercado.

Alberto Santamaría dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios que me son, sin duda, útiles. EL texto no pretende proponer ninguna idea cerrada, sino abrir la posibilidad de pensar de otro modo este fenómeno. Y no es algo que tenga del todo claro, así que toda sugerencia o crítica será bien recibida. Por un lado, el tema de lo folletinesco, sí es cierto, pero, no cabe duda de que los contexto son diferentes, y la difusión hoy tremenda más compleja. Y bueno, Luciana, comparto lo que dices. El "fantasma del espectador" es uno de los temas importantes, la idea de que existe un espectador idéntico. Quiero decir, la importancia del "lugar de recepción" entendido como "lugar de reapropiación". Por supuesto creo que las series funcionan como dispositivo sensible (y de disfrute)... y esta frase tuya resume perfectamente lo que en el fondo quería apuntar: "Creo que las series son un dispositivo de doble filo, por un lado, funcionan como un producto del mercado y ahí el efecto está predeterminado por la industria cultural y reforzado por sus lacayos fetichistas, pero, por otro lado, hay un uso que no podemos calcular". Un problema (no es la palabra correcta, pero bueno...) es cuando el intelectual nos dice que la suya "es la manera correcta de ver/leer la serie", como en algún caso he leído... Daré vueltas a lo que comentas, que me parece muy sugerente. Ahora ando un poco espeso. Y me pillaré el libro de Martín-Barbero. Abrazo! y gracias por vuestras atentas lecturas.

Miguel Espigado dijo...

Alberto Santamaría, tengo varias objeciones a tu texto, que me parece muy bueno. En gran medida, tu razonamiento se basa en idea de que existe un suprapoder que diseña un producto para estimular una crítica intelectual a la vez que un consumo de masas. Dado que ese suprapoder, que queda ligado implícitamente al establishment, estimula la crítica intelectual en el diseño de su producción cultural, eso significa que la crítica es indefensa, pues ningún poder estimularía un comportamiento que fuera contra sí mismo. Los críticos culturales viven en la falacia de creer que el sistema puede ser anti-sistema, pero como las series de televisión están totalmente integradas en la maquina del capitalismo americano, eso es imposible. Sin embargo, en mi opinión, el concepto de soft power se basa en un lugar común que es el de un poder único (el sistema), cuando los entresijos de las relaciones de poder entre la industria de la televisión y el cine y la política en Estados Unidos son mucho más complejos, y por supuesto, producen versiones de la realidad contradictorias, que bregan entre ellas, que son herramientas más de una batalla de antagonismos entre poderes enfrentados. No veo mucho realismo en la idea de un "soft power" con voluntad única y decidida; la producción cultural comercial se produce en un escenario de lucha entre varias facciones.

Por otra parte, también argumentas que tales productos están diseñados para captar un share que va desde el tipo de Hardward al tipo de Hollywood. Ahí me parece que tienes toda la razón. Pero es que, lejos de verlo como algo criticable, yo lo veo como una gran noticia. Eso significa que se está creando un tejido de comunicación entre estamentos sociales incomunicados. Tú lo ves como una gigantesca co-optación bajo el paraguas de un pensamiento único (todo bajo la sombra teórica de la existencia de voluntad única "el soft power"); yo lo veo como un canal de transferencia de valores entre capas sociales, y una forma de goteo de pensamiento progresista y a la par una forma de generar una empatía social colectiva hacia valores que son innegablemente positivos. En el caso de The Wire, la denuncia de la corrupción, la denuncia de la pobreza y la ausencia de estado de bienestar como causa número uno del problema de violencia y drogas, etc, etc.

Por último, te discuto, como siempre que hablamos, la idea de que el comportamiento moral de la fuente de financiación niega cualquier beneficio moral que pueda producir lo financiado. La idea de que el dinero mancha y el dinero sucio seguirá siendo sucio aunque lo utilices para algo bueno y limpio es muy sólida pero, ¿hay alguna posibilidad de dinero limpio? ¿Cuál sería el ejemplo de una financiación "ética" del productor cultural? ¿El dinero público? ¿El de la autogestión? ¿El de la microeconomía local? Lo que yo creo es que hasta que no te respondas a esta pregunta en el sentido positivo, tu crítica es difícilmente asumible. A mí, personalmente, no me resulta creíble la idea idea un dinero "libre de pecado" que no manche las intenciones morales del productor.