miércoles, 18 de diciembre de 2013

POR UN NUEVO FUNDAMENTALSMO CULTURAL


(publicado originalmente en El Confidencial)


Cultura española, cultura de la paz, cultura europea, cultura ciclista, cultura sin techo, cultura conservadora, cultura de prevención, cultura de masas, cultura deportiva, cultura general, cultura japonesa, cultura inquieta, cultura artística, cultura basura, cultura de la superación, cultura popular, cultura de transparencia, cultura de gestión pública, cultura emprendedora, cultura del automóvil, cultura del etcétera, etc., etc. Pero, ¿cómo es posible que un concepto que en el pasado generaba un discurso de unidad se haya convertido en un auténtico vertedero discursivo? O dicho de otro modo, si todo es cultura, nada lo es. Si bien es cierto que en otros tiempos la cultura sirvió como modo de visibilizar una perspectiva fundamentalista del mundo, no es menos cierto que las democracias occidentales aprendieron pronto la lección terrible que conlleva el fundamentalismo, la lección que tiene que ver con el hecho de que una cultura quiera destruir al resto. Sin embargo, el aprendizaje de esa lección tenía condiciones muy duras y restrictivas. Acabar con el fundamentalismo implicaba una extraña alianza con el mercado. Es decir, el mejor modo de acabar con el fundamentalismo unilateral y su cultura devastadora era inventarse un universalismo donde todos somos iguales, pero un universalismo que a su vez permitiera la posibilidad de generar una cultura antifundamentalista-universalista donde el mercado sería el que tutelase el intercambio cultural. Al mismo tiempo, esta estrategia de acabar con la cultura para generar una cultura de lo universal (o culturas), conllevaba desjerarquizar todo concepto de cultura. Así pues, hay tantos conceptos de cultura como seres humanos o como hobbys tengan estos. Pero he aquí que nos hallamos con el fundamentalismo más radical: el antifundamentalismo. ¿Qué comparte la cultura del automóvil con la cultura literaria? O mejor ¿qué comparten el Opel Astra y Luis Cernuda? Cada uno es cultura, a su modo y al mismo nivel, dirá el antifundamentalista.  Pero básicamente es una estupidez: si una bujía y un verso de Cernuda comparten un concepto de cultura ese concepto es, posiblemente, hueco. Y esto tiene que ver básicamente con la despolitización del concepto de cultura. Terry Eagleton lo expone mejor: “El capitalismo es antifundamentalista por naturaleza, desvanece en el aire todo lo sólido, y eso provoca reacciones fundamentalistas tanto dentro como fuera del mundo occidental. La cultura occidental se debate entre el evangelismo y la emancipación entre Forrest Gump  y Pulp Fiction […] El antifundamentalismo es reflejo de una cultura hedonista, pluralista y abierta que, desde luego, resulta mucho más tolerante que sus antecesoras, pero que también sirve para generar auténticos beneficios de mercado”. Una cultura despolitizada genera homogeneidad: es decir, coloca al mismo nivel cultural a Cernuda, Belén Esteban, y los tornillos de cabeza fresada. El mejor modo de despolitizar la cultura es, por tanto, afirmar que todo es cultura, que todo está al mismo nivel y que la cultura se relaciona con los beneficios.
…cultura pornográfica, cultura militante, cultura del bricolage, cultura de club, cultura participativa, cultura del ahorro, cultura del gasto, cultura del destornillador, cultura del terror, cultura del tabaco, cultura del alcohol, cultura de la automedicación…
Este discurso neoliberal (homogeneizador y, en cambio, pluralista) en torno a la cultura ha calado hondo. Todo es cultura. “Diga una palabra”, “Bolígrafo”. Fácil: “La cultura del bolígrafo”. Y desde ahí es posible describir un nostálgico ataque a las tecnologías o bien una defensa de la escritura, o bien defender la espiritualidad del lenguaje, o los problemas de mercado derivados de su uso. Otro. Otro. “”Lentejas”. “La cultura de la lenteja”. Ya está:  la legumbre en España como desafío empresarial. O bien los problemas de la agricultura, etc. La cultura vale para todo (es un wok conceptual) y por lo tanto es algo que ya no vale para nada. Cultura es un término fantasma (sinónimo de hobby en muchos casos) que pone sobre los aires a aquello que se coloca a su lado, separándolo de la tierra y, por tanto, desactivándolo.
Si nos fijamos en el modo de escenificar el problema en el lenguaje político encontramos dos casos llamativos: “Cultura empresarial”, “cultura emprendedora”. Un ejemplo. En la ponencia económica del 17 congreso del Partido popular leemos: “Una cultura empresarial innovadora genera empleo cualificado y sostenible gracias a la rentabilidad que obtiene de aplicar los resultados de la investigación en sus actividades económicas”. Y unas líneas más tarde se señala la necesidad de “acabar con la cultura de la subvención”. La misma palabra “cultura” desestabiliza el discurso sin decir nada. En la primera acepción la cultura desempeña el papel inspirador del cambio mientras que en la segunda es limosna. En la primera acepción la palabra “cultura” forma parte de la misma idea de cultura que trasciende lo terrenal para tocar el cielo, la cultura empresarial es una forma de religión. En la segunda acepción es basura. Otra fórmula. En la ley de emprendedores leemos: “Para fomentar la cultura del emprendimiento resulta necesario prestar especial  atención a las enseñanzas universitarias, de modo que las universidades lleven a cabo  tareas de información y asesoramiento para que los estudiantes se inicien en el emprendimiento”. Y así, de pronto, la cultura emprendedora necesita de la cultura universitaria y viceversa. El contagio es imparable. Otro caso. En la última conferencia política del PSOE leemos una concepción de la “cultura” llamativamente similar: “El emprendimiento y la creación de empresa debe ir acompañada de programas que fomenten una cultura empresarial responsable”, y más adelante se no habla de un “plan de fomento de la cultura empresarial basada en la innovación y emprendimiento”, o “Unas universidades más emprendedoras e innovadoras serán también los espacios idóneos para el fomento del espíritu innovador y emprendedor en sus estudiantes, en los futuros profesionales de nuestro país”. Esta conferencia del PSOE es realmente todo un manual de desactivación política de la cultura. Es esa cultura desactivada (antifundamentalista) la que la clase política favorece y que ella  misma necesita fomentar para que se mantenga su poder. Y así lo afrontan los partidos en sus diversos niveles y frentes. Decía Benedetto Croce con razón que la “experiencia muestra que el partido que gobierna […] es siempre uno solo, y tiene el consenso de todos los demás que fingen oponerse”. Y la cultura es un ejemplo de ese fingimiento. Lo mismo que la cultura del consenso.
Dicho esto, ¿qué hacer? Tal vez el hacer no sea el problema. Sin embargo, sí creo que en lugar de cultura o de políticas culturales lo que necesitamos es la politización de la cultura. Es necesario, por ejemplo, un nuevo arte de propaganda cuyo fin no sea tanto lo panfletario como lo desactivador. Hacen falta fundamentalistas que sostengan que la cultura puede ser un arma política y no un simple juego de pluralismo relativista. Que la cultura debería volver a ser en cierta medida un instrumento de desactivación y no de consenso. Pero…
Cultura popular, cultura terrorista, cultura transhumante, cultura del cepillado dental, cultura proctológica, cultura machista, cultura floral, cultura agrícola, cultura hospitalaria, cultura pedófila, cultura de las teleseries, cultura bibliotecaria, cultura femenina, cultura matrimonial, cultura apicultora, cultura periodística…

martes, 3 de diciembre de 2013

LA NUEVA MITOLOGÍA (Mariano Rajoy como Hesiodo)



En 2005, en el Congreso de los Diputados, escuchábamos esto: “Yo creo que quienes han redactado este texto pueden comprender que cualquier reforma que pretenda recortar la libertad de los ciudadanos invocando los presuntos derechos indefinidos de un pueblo metafísico tropezará con muchas dificultades en esta Cámara.” Y un par de líneas más tarde: “Porque este es el lenguaje de la democracia. Todo lo demás es mitología.”  Quien así habla es Mariano Rajoy. En concreto estas líneas forman parte de su intervención para frenar el ya lejano Plan Ibarreche. Y es cierto: todo lo demás es mitología. Sin embargo, más de ocho años después, observamos como esa mitología ha cambiado de bando. Es decir, podemos establecer que nuestro país, la España que vivimos hoy, es un recinto de mitologías. Dicho así, la mitología es, por naturaleza, un modo de producir relatos, relatos envolventes construidos desde la idea de que el lenguaje es un modelo de acción y no de significado.  Y esto es lo que se ha llamado el activismo de la derecha: separar constantemente el lenguaje de la realidad para diseñar mayores mitologías. Montoro es un experto mitólogo, por ejemplo. Como Hesiodo ha desarrollado una extensa cosmogonía, basada en el relato del origen de la salida de la crisis. Así, la derecha, desde su activismo lingüístico, se contenta con ofrecernos no futuros placenteros sino, como buen prestidigitador, presentes invisibles, o, algo tan extraño como utopías para el presente. Y así continúa el relato y los relatos. Pero los relatos, al mismo tiempo se expanden o se contraen. La “prima de riesgo” es ya una narración pasada. “Salida de la recesión” es una narración reciente. “Emprendedor” es una figura narrativa que sustituye a la vieja figura narrativa llamada “trabajador” o, incluso “pueblo”. Narrar. Narrar. Narrar. Eso es lo propio del nuevo mito español. Y no es casual que aquel lejano Rajoy enfrentase pueblo metafísico a mitología. Hoy somos todos un pueblo metafísico enfrentados a los vapores de la mitología fundamentalista. Pero si somos un ente metafísico deberíamos ejercer de tal y apropiarnos del lenguaje de la democracia.  Este, quizá, sea uno de las cuestiones que pueden o deben visualizarse. Desde su saber y hacer mitología el Partido Popular, desde su activismo de la derecha, ha establecido un secuestro altamente eficaz del lenguaje de la democracia. Este secuestro del lenguaje de la democracia ya se atisbaba antes de su llegada al poder. Un secuestro que funciona en dos movimientos: a) tomo la palabra X y la vacío de significado otorgándole un nuevo sentido, b) obligo a mi oponente a que acepte mi nuevo uso del lenguaje. He ahí el secuestro. En el mismo discurso de Rajoy, de febrero de 2005, leemos: “Si no modifican esos planteamientos o los guardan en el armario de las ilusiones remotas, como hemos hecho todos en lo que nos toca, no vamos a poder entendernos. Les diré por qué, señorías: En primer lugar porque ya no vivimos en el siglo XVIII. Todo el mundo tiene derecho a cultivar conceptos antiguos pero no se puede pretender que una democracia moderna los comparta”. Como hemos hecho todos en lo que nos toca, es decir, guardar ilusiones remotas (hasta que se cumplan, como pasa hoy). Y entre esas ilusiones remotas estaba la transformación del lenguaje y de su uso. Ahora la libertad es un deber (no un derecho) pero dentro de los límites de un nuevo concepto: seguridad. Aceptar su lenguaje es aceptar su destino. Si antes éramos pueblo, o ciudadano, ahora, por ejemplo, somos “activo”. Recientemente en Panamá, el presidente ha dicho: "Nuestro mayor activo son nuestros ciudadanos". Si aceptamos que somos “activo” o que debemos ser “emprendedores”, aceptamos una mitología que sólo sirve para crear esa “utopía del presente” que late detrás de todo esto. La mitología espiritual generada alrededor de la figura del emprendedor (cultura emprendedora/espíritu emprendedor) destruye la imagen del sujeto como trabajador (palabra ésta estigmatizada en la nueva mitología). Oímos también reformar el derecho de huelga, lo que implica que se trata de una batalla no por reformar tal derecho sino por vaciar de sentido la palabra “huelga”. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, decía Wittgenstein.

            En definitiva, Rajoy, ya en el discurso de investidura en diciembre de 2011 decía: “A la salida de la crisis no habitaremos el mismo planeta que hemos conocido. Habrán cambiado las reglas, habrán cambiado las condiciones de vida”, y, añadimos, habrá cambiado el lenguaje y, por extensión, la forma de vida de los ciudadanos. Sin embargo, si aceptamos que hay una salida de la crisis aceptamos que la crisis es un accidente temporal y espacial, que tiene entrada y salida. La crisis no es un territorio sino, quizá, un mapa que no manejamos. La crisis no es un planeta extraño. Ni Rajoy es Philip K. Dick.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

FOTOGRAFÍA Y DISPARO. LA ÚLTIMA IMAGEN DE (Y DE) LEONARDO HENRICHSEN AHORA QUE VA ESTAR PROHIBIDO GRABAR A LOS POLICIAS



1.

Cómo pensar una imagen es uno de esos problemas que acosan al filósofo y al teórico de la imagen. Cómo problematizar la imagen hasta hacerla dócil al lenguaje. Son muchos lo modos de escenificar el problema, y no pretendo ponerme a pensar en ello ahora. Simplemente intento trazar una línea. Esa línea tiene como punto de partida una ya vieja metáfora, la que une la cámara fotográfica y el arma. La imagen del fotógrafo como cazador de imágenes, el fotógrafo que dispara. Esta metáfora no sólo ha producido extensas reflexiones sino que también ha conllevado la proliferación de medios que pretenden hacer de la metáfora algo real, es decir, destruir el espíritu inmaterial de la metáfora. Una metáfora realizada ontológicamente es una metáfora destruida. Por ejemplo, una greguería de Ramón Gómez de la Serna realizada es una greguería fracasada (véase Chema Madoz). La inmaterialidad es el recinto de la metáfora, su imposibilidad material es su nutriente: alguien con dientes hechos de perlas es un puro espanto. En fin, volviendo al tema. La metáfora militar de la fotografía es un caso interesante. Veamos ejemplos:

Etienne Jules Marey




Etienne Jules Marey, Fusil fotográfico







Zenit Fotosniper tu subfusil fotográfico - Fotosniper (Fotosnaiper) fue inventado por la compañía soviética Zenit y, según parece, se empezó a comercializar durante la época final de la guerra fría (al parecer en la década de los 80). Zenit vendía el subfusil junto con la cámara y el teleobjetivo TAIR 300mm f/4.5 en un solo pack.



2.
Pero también existe el caso inverso. El caso de Leonardo Henrichsen, asesinado en junio de 1973  mientras informaba de la sublevación militar chilena denominada el Tanquetazo. En realidad él estaba en un hotel esperando para entrevistarse con el senador comunista Volodia Teitelboim. Exactamente se encontraba en el hotel Crillón cuando escuchó disparos en las calles, eran los primeros disparos de la sublevación del coronel Roberto Souper. Mientras se sucedía el sonido de los disparos, Henrichsen se decidió a fotografiar lo que ocurría, para tratar de hacer ver qué era lo que estaba pasando, para tratar de construir y visualizar el instante (del peligro). Fue entonces cuando hizo esta fotografía.



L. Henriksen fotografía su muerte, 29 de junio de 1973


En ella vemos a un hombre que apunta con su arma. Hoy sabemos incluso su nombre: Héctor Hernán Bustamante Gómez. Pero ¿qué contiene esta foto? Sencillamente la mirada, última mirada de Leonardo Henrichsen. El disparo que esta fotografiando es el disparo que lo asesina. Es su última mirada y su último disparo. Después, cayó muerto. Su fotografía, como ejercicio de resistencia, como retención de una imagen. Dos formas de atrapar un momento que muere: una forma que asesina el cuerpo, y otra forma que hace perdurar la imagen de la muerte. 

miércoles, 30 de octubre de 2013

LA FUNDACIÓN BOTÍN CREE QUE ERES CONFORMISTA (O CONTRA LA CREATIVIDAD EN VERSIÓN FUNDACIÓN BOTÍN)


[Publicado originalmente aquí]

¿Es casual que en plena crisis económica importantes instituciones pongan sobre la mesa programas para fomentar la creatividad? ¿Alguien puede creerse que esta relación entre creatividad, crisis y neoliberalismo es neutral y bondadosa? ¿Por qué sonreímos amablemente cuando alguien pronuncia la palabra creatividad? ¿Por qué no pensar que podría ser una palabra incómoda políticamente? Pero vayamos por partes. La creatividad siempre ha sido un palabra fetiche relacionada con el arte.

Desde el romanticismo se nos habla del artista como “alguien dotado de una sensibilidad innata superior a lo normal”(Wordsworth) o de sujetos especiales impulsados naturalmente a la creatividad. Pero como buen fetiche, lo creativo nunca queda del todo definido, nunca queda perfectamente delimitado. Decía Palahniuk aquello de “si no entiendes algo puedes hacer que signifique cualquier cosa”, y es cierto, así ha ocurrido con esta palabra.

Como buen fetiche, la creatividad es el sustituto del pene. Cómo si no explicar la explosión de creatividad en los márgenes de la crisis. Talleres de creatividad y emociones, seamos creativos, la creatividad y la felicidad… Etc. Pero, eso sí, la creatividad ha de estar alejada de la política: siempre, como si la política fuese un charco de amoniaco y la creatividad un tipo hipersensible y de olfato refinado.

Ahora el creativo ya no es sólo el publicista sino también el emprendedor, él es el nuevo héroe-artista que nos viene a decir que en lugar de Facultades de Bellas Artes hacen falta Facultades de Bellos Emprendedores.

En este sentido, la nueva Ley de emprendedores es para el emprendedor algo similar a lo que para el poeta era la“Poética” de Aristóteles: una guía, un modelo. Allí (en la Ley), leemos: “Las Administraciones educativas fomentarán las medidas para que el alumnado  participe en actividades que le permita afianzar el espíritu emprendedor y la iniciativa empresarial a partir de aptitudes como la creatividad”. La creatividad llega así a la escuela, como iniciativa empresarial y como poso espiritual. Empresa y espíritu como vectores de la creatividad.

Pero vayamos más allá de eso. ¿Por qué tanta creatividad?

La creatividad es un concepto vacío, ciego, hueco. Por ejemplo: la creatividad tiene que ver con el universo judeo-cristiano. La creación ex nihilo. Pero también se habla de la creación como la exposición de un yo interior aprisionado. O la creación surrealista. O la creatividad como un saber hacer (tipo Art Attack). La creatividad como uso de la imaginación. Etc. Ésta última suele ser muy común en esos talleres actuales. Imaginación y felicidad. Desligarse de la realidad. Expulsar los problemas. Incentivar en el niño su potencial imaginativo. Stop.

Un momento.

La imaginación no siempre es algo bueno.

Imaginar es un arma también.

¿Cuánta imaginación tuvo que derrochar Himmler y compañía para escenificar unas duchas como simulación de una verdad horrible como las cámaras de gas? ¿Cuánta imaginación en Charles Manson? ¿Y la creatividad del Hitler pintor? ¿Y la creatividad de Bárcenas a la hora inventarse compraventa de obras de arte?
Eso también es imaginación.

Esta apropiación de la creatividad por parte del mercado, es decir, la transformación en fetiche de lo creativo, es algo que ya viene de los años  50 y 60. Basta leer “La Conquista de lo Cool” (Alpha Decay) de Thomas Frank para observar las estrategias del mundo de la publicidad con el objetivo de vaciar un concepto de todo su potencial y hacerlo blando y simple, para convertirlo en algo idiota con fines comerciales.

La ductilidad de la creatividad como concepto en manos de la derecha supone igualmente el desprecio de toda posibilidad crítica. Un artista como Hans Haacke, en su crítica de este concepto de creatividad convertido en fetiche empresarial, decía aquello de que se estaba utilizando una noción de creatividad (de origen romántico-espiritualista) de la gestión para potenciar los beneficios económicos a través del manejo inteligente de mercancías y activos artísticos.

Sin embargo, creo, el problema es más complejo. Veamos un caso interesante.

En Santander, Botín plantea un centro de arte. Lo menos creativo, es cierto, aunque suene a chiste, es que con tanta pasión por la creatividad el centro se llame Centro Botín, así, a secas (es decir, la creatividad tiene sólo unos fines).
Desde hace un tiempo viene ofreciendo la fundación Botín cursos, talleres, etc., donde la creatividad y las emociones se ponen sobre la mesa como ejercicios de transformación de la sociedad. Pero, ¿realmente quiere Botín transformar la sociedad? ¿Es acaso un marxista reprimido que está cansado de interpretar el mundo y que quiere transformarlo a través de la creatividad? ¿Habrá leído las Tesis sobre Feuerbach?

Leamos lo que pone en su web: “La Fundación Botín ha elaborado un informe que muestra la importancia de la creatividad en nuestra sociedad y, concretamente, en el ámbito educativo. Aunque la creatividad es inherente al ser humano y se manifiesta de forma natural en nuestra infancia, va quedándose dormida poco a poco debido a un entorno y a una educación que a veces no la promueven, ni se preocupan de entenderla y potenciarla. Este informe nos acerca a los beneficios que nos brinda la creatividad a título personal y a sus posibilidades para generar riqueza y desarrollo económico y social. Para ello debemos cuidar la creatividad infantil, así como despertarla en aquellos casos en los que esté algo dormida”.

O dicho de otra forma: Botín (sí, ¡Botín!) nos acusa de que estamos adocenados, dormidos, que somos conformistas y que la creatividad es la clave para despertar. Pero no dejemos de observar, en un análisis del texto, cómo hábilmente se desplazan las palabras desde un significado de la creatividad inherente al ser humano, espiritual, natural…a un significante lógico (para él): generar riqueza y desarrollo económico. La Fundación Botín a modo de un alegorista barroco experimentado, ha vaciado de sentido a la palabra creatividad para un fin propio: generar riqueza.

Todo un genio de la destreza textual.

Decía R.D Laing hace ya muchos años que la creatividad no ha sido nunca –jamás– un arma para liberar al hombre y su mente, sino al contrario, para ser atado más fuertemente. Contrapongamos las palabras de Botín a estas palabras de Laing a ver qué sale: “Pensamos que queremos niños creativos, pero ¿qué queremos que crean? Si a través de la escuela se indujera a los niños a poner en duda los Diez Mandamientos, la santidad de la religión revelada, las bases del patriotismo, la causa del beneficio, el sistema de dos partidos, la monogamia, las leyes de incesto, y así sucesivamente, tendríamos tanta creatividad que la sociedad no sabría hacia dónde volverse”.

La creatividad, tal y como la entienden las grandes instituciones y el gobierno, simplemente es una forma de construir modelos ajenos a la política.
¿No sería necesario acabar de una vez por todas con esta creatividad?
¿No sería misión del artista llevar a cabo esa destrucción?



miércoles, 2 de octubre de 2013

ALGUNAS NOTAS DE LECTURA SOBRE "NATURALEZA DE LA NOVELA" DE LUIS GOYTISOLO.

Naturaleza de la novela, de Luis Goytisolo, comienza realmente en la página 151. Quizá lo interesante sería leerlo al revés. Comenzar ahí y luego ir al principio. Hagámoslo así. ¿Por qué la página 151? Sencillamente porque es ahí cuando, abruptamente, toma las riendas del relato y trata de esgrimir su concepción de la novela. Goytisolo apuesta por concebir la posibilidad de una naturaleza esencial de la novela que sirva como condición necesaria y suficiente de su existencia y, sin embargo, se topa con que a pesar de la existencia de esa naturaleza la novela ha agonizado (aunque no sabemos si definitivamente). Pero vayamos a la página 151. “La novela es un género nacido en el Occidente europeo que posteriormente, con la expansión de la cultural occidental, se ha ido extendiendo al resto del mundo. Sus raíces culturales pertenecen sin duda al sustrato clásico grecolatino. Pero como si de un injerto se tratase […] su modelo germinal se relaciona más bien con la Biblia, el libro más próximo, con mucho, a la vida cotidiana de los pueblos”. Arranquemos desde aquí. A modo de filósofo esencialista, o, mejor, como si fuera San Anselmo, busca la demostración de la existencia de una naturaleza que justifique, a su vez, la existencia de la novela. Señala un contexto: Occidente. Un lugar: el mundo grecolatino. Un injerto: la Biblia. La pregunta se sitúa en torno a este injerto. La Biblia es el modelo en tanto que se sitúa como espacio de influencia para vida cotidiana. En cierta medida, parafraseando a Derrida, Goytisolo ha encontrando El Libro, punto de partida y espacio de reverencia. Pero, ¿por qué ese injerto? ¿cómo justificarlo? (En la misma medida que sitúa la Biblia como germen de la novela, podríamos situar a Homero. Bien, para Goytisolo no sería Homero ya que es la Biblia el libro más próximo a la vida cotidiana. Sin embargo, ya expuso Eric Havelok que era en la Odisea y la Iliada donde los niños griegos aprendían todo lo necesario para la vida práctica. La vida cotidiana venía explicada en esos libros: cómo guerrear, como pescar, como desarrollar una relación social, como mostrarte ante los dioses, etc. Es decir, Homero describía la vida ordinaria que más tarde los niños aprendían de memoria, y esto es, precisamente, lo que Platón cuestiona en el libro X de La República. Pero aceptemos el modelo bíblico expuesto por Goytisolo. Continuamos.) “La lenta formación de la novela como género coincide con esa no menos lenta transición de la Edad Media al Renacimiento […] [D]entro de ese tránsito es fácil percibir cómo desde el principio cabe establecer, a grandes rasgos, dos tipos […] de relato. […] El relato […] al que llamaremos bíblico, [y otro al que] denominaremos evangélico. […] Mientras que en la novela evangélica el yo se enfrenta al mundo impulsado por el arduo propósito, en la bíblica ese mundo se presenta como una fuerza superior, inapelable”. Y desde esta estructura cataloga, taxonomiza, a los novelistas y sus novelas (como si las unas y los otros fuesen inamovibles estatuas de mármol): El Quijote es evangélico, por supuesto. “Stendhal, Flaubert y Tolsoti son evangélicos, mientras que Balzac y Dostoievski son bíblicos”. Por esta catalogación, bajo mi parecer, poco productiva, pasan también Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, Joyce, Proust, Benet, etc. Toda esta catalogación se da en función de un Libro, El Libro, el cual estructura –a modo de termómetro- el sentido de todo relato. En función de la situación en relación a ese Libro, una novela desarrolla su naturaleza. “De ahí que, quien investigue la genealogía de una obra determinada, hará bien en considerar especialmente sus antecedentes más próximos, ya que la relación con el Libro por antonomasia es demasiado remota e indirecta, por mucho que, en cuanto núcleo germinativo, su presencia sea incluso detectable en la obra de autores pertenecientes a culturas totalmente ajenas al cristianismo”. El Libro siempre está ahí. Tras ello destaca que, obviamente, los elementos constitutivos de la novela se han complejizado. Si bien los elementos constitutivos se han complejizado esos elementos siguen, en cualquiera de los casos, en relación trascendental con la naturaleza de la novela (una especie de arjé o fundamento) que apunta hacia El Libro como sustrato. En este sentido lo que se ha complejizado o mutado es lo que denomina suprarrelato. Lo define así: “algo que reside no tanto en lo evocado cuanto en las palabras utilizadas para evocarlo, las únicas con las que se puede decir debidamente lo que se ha dicho. Una evocación susceptible de provocar en el lector una descarga emocional”. Estamos en la página 158. La séptima página en nuestra lectura. Me interesa esta noción: suprarrelato. Esta noción apunta hacia una verdad que desborda su sentido y que provoca una descarga emocional, un clímax. Luego lo veremos, pero resulta interesante que esta definición esté tan cerca de una definición romántica por antonomasia, la que da Wordsworth en el Prólogo a las Baladas líricas. Interesante, digo, porque a lo largo del libro de Goytisolo hay una progresiva sensación de desapego con respecto a algo que él llama romanticismo y que sitúa en las antípodas de la novela. (A este respecto llama la atención el olvido de un texto como “Carta sobre la novela” de F. Schlegel). Vuelvo a Wordsworth. Éste, en el texto citado, define la poesía como “espontáneo desbordamiento de intensas emociones”. Continúa: “tras haber alcanzado la novela su momento de máxima capacidad expresiva y mayor universalidad, según nos adentramos en la segunda mitad del siglo XX proliferan síntomas de que este género está entrando en crisis”. ¿Y cuáles son los síntomas? “Así, mientras la aparición de novelas de verdadera entidad se hace cada vez más rara […] se expande de forma creciente […] el betseller, un producto de consumo”. Y aquí transita un extraño giro argumentativo. En primer lugar ese concepto de novelas de entidad actuaría de modo similar a novelas que se ajustan a su propia naturaleza en función de su relación con El Libro. Y en segundo lugar, el betseller sería la bestia negra de esa naturaleza de la novela. En este sentido, es el mercado/consumo quien ha ejercido de enemigo de la novela de entidad (por otro lado, un concepto demasiado difícilmente analizable). Al mismo tiempo, este fin de la novela de entidad tiene otro enemigo: “rebajar el listón de exigencias […] con fines igualitarios”, o lo que vendrá a ser lo mismo: un problema de educación. En este sentido, el fin de la novela tiene que ver con que de las escuelas se haya eliminado “un mínimo de conocimientos literarios”, así como la importancia de “haber estudiado asignaturas como geografía, historia, ciencias naturales, filosofía, etc. […] Unos conocimientos que hace sólo unos años se hallaban incluidos en mayor o menos grado en los planes de enseñanza”. El haber eliminado esto, considera Goytisolo, provoca que los más jóvenes no tengan el impulso espontáneo de acercarse a las “novelas de entidad”, y si se acercan a algún tipo de novela o será histórica o bien de fantasía tipo Tolkien. Es la pérdida de esos conocimientos lo que explica “el éxito de nuevos productos –novelas, películas, series de televisión, juegos de ordenador-, por lo común de carácter tan brutal como incoherente”. Al mismo tiempo, añade Goytisolo, que “si hace unos años las estanterías [de los hogares] acostumbraban a estar más o menos llenas de libros, ahora sirven de soporte a diversos objetos de adorno”. Este es el argumento fuerte e inicial (en nuestra lectura, que en el orden paginado del libro corresponde con el final). Por lo tanto, la crisis y el agotamiento de la novela se corresponde con un auge del mercado/consumo que a su vez entronca directamente con un problema educacional. Curiosamente sobre esto último hablaba ya Clement Greenberg en un texto de 1939 titulado “Vanguardia y Kitsch”, y que en buena medida se relaciona con los presupuestos de Goytisolo. Sin embargo, Greenberg se dio cuenta a tiempo de que esto no es un problema educacional. Cualquiera (y Goytisolo podría haberlo hecho) que se acerque a los planes de estudio de la ESO, de Bachillerato o de lo que sea, verá que se enseña todas y cada una de las referencias que Goytisolo cita: Cervantes, Lope de Vega, Shakespeare, etc. No sólo eso, también se estudia a Platón, a Kant, a Hegel, etc. El problema es que se enseña Lope de Vega y el alumno llega a casa y desconecta de Lope de Vega a favor de un video juego. El problema no está en el plan de estudios –donde se enseña lo que se tiene que enseñar, incluso/sobre todo esas “novelas de entidad”- sino en cómo se enseña y en para qué. Considerar que el problema no es del novelista sino que el infierno son los otros es echar balones fuera. En la página 177 (en orden editado la última) habla sobre otro concepto: la verdad (= naturaleza) de la novela. “Una verdad que el lector percibe de inmediato como algo evidente sin que medie demostración alguna, tal vez porque esa inmediatez hace innecesaria toda demostración. Se trata de una verdad permanente”. Más allá del misticismo solapado, esta definición recuerda al concepto de belleza kantiano: bello es aquello que place inmediatamente, universalemente y sin que medie concepto alguno. Pero también recuerda –sobre todo eso de “como algo evidente”- las demostraciones de la existencia de Dios de San Anselmo (al que no en vano antes he citado). En referencia al resto del libro, apuesta Goytisolo por una fórmula historiográfica, en la que combina (con mucho atino) gran cantidad de fragmentos a través de los cuales pretende hacer ver la evolución de un género. Cervantes como padre de todo esto, por ejemplo. Y luego la importancia de Shakespeare, y Goethe (que no los románticos), Stendhal (que no Chateaubriand), Flaubert, etc. Señala los trasvases entre poesía y prosa en el XIX a través de Rimbaud, y obvia Himnos a la noche de Novalis quien diseñó un concepto como el de poesía expandida para hablar de esa relación, etc. Habla también de “fuerte carga metafísica” para definir a Musil y Kafka, o “Faulkner es, sin duda, uno de los escritores del siglo XX que más influencia ha tenido sobre otros novelistas”. Su argumentación, por tanto, trata de señalar un progresivo decrecimiento de la novela en su potencialidad expresiva, y seguramente tenga razón. La lectura de Goytisolo es una perspectiva profundamente personal, y que puede satisfacer a muchos lectores, sin embargo, desconcierta ese mensaje destructivo con respecto a la novela. Su fin está aquí. Su fin está siendo. ¿Es así?

lunes, 16 de septiembre de 2013

UN LUGAR. FILOSOFÍA. DAR CUENTA. SOBRE "EL DIARIO. 1837-1861", DE HENRY D. THOREAU (Capitán Swing, 2013)




1.
"Transportémonos a una comarca solitaria; el horizonte es infinito, el cielo aparece sin nubes; ningún soplo de viento agita los árboles ni las demás plantas; no hay animales, ni hombres, ni aguas vivas; reina el silencio más profundo; semejante paisaje invita a lo serio, a la contemplación, al olvido de toda voluntad y de sus miserias; pero esto da también a aquel paisaje donde dominan la soledad y el silencio cierto matiz de sublimidad. Pues como la voluntad, ávida siempre de desear y de adquirir, no encuentra objeto alguno favorable ni desfavorable, no queda más que el estado de contemplación pura. [...]Este género de sublimidad es el que caracteriza la belleza bien conocida de las praderas sin fin de la América del Norte”. De este modo, definía Arthur Schopenhauer la experiencia de lo sublime en el paisaje americano. Aunque en realidad, más que dar una definición de ese paisaje, estaba definiendo una actitud determinada hacia el mismo. Así, ese paisaje a lo que invita es a ser trascendido incitando, a su vez, a la contemplación, a la seriedad, a la meditación y, por supuesto, al lenguaje. De un modo altamente sugerente Schopenhauer define no el paisaje americano sino la actitud del pensador que ha de germinar o que ha de hacer brotar su pensamiento de esa tierra. Por eso son de tanta importancia los fragmentos que Schopenhauer brinda al paisaje americano. El paisaje alegoriza el pensamiento. ¿Qué pensador ha de dar una tierra así? La respuesta la podemos hallar en dos nombres: Ralph Waldo Emerson y Henry D. Thoreau. En 1837 (año en que se inicia este Diario de Thoreau) pronuncia Emerson una de las conferencias clave para entender el nuevo pensamiento americano, me refiero a “El intelectual americano”. El objetivo es claro: es necesario no sólo construir un país nuevo sino también un nuevo modelo de pensamiento acorde a esa realidad en expansión. Es necesario diseñar un nuevo campo de batalla para el pensamiento, un nuevo territorio que mire hacia su presente y hacia el futuro, y no hacia el pasado y sobre todo que no mire hacia Europa. En cierta medida la apuesta de Emerson es oponer la figura del intelectual americano al filósofo europeo. En ese texto lanza el mensaje: “Permítanme recomenzar”. Y ese recomienzo exige tomar distancias con respecto a Europa y su tradición (o parte de ella, ya que la influencia de Coleridge o Carlyle es importante). Según Emerson, Estados Unidos “es un poema ante nuestros ojos, su inmensa geografía deslumbra la imaginación y no puede esperar más a ser compuesto”. [Aquí he desarrollado más a fondo el tema: http://www.eusal.es/index.phppage=shop.product_details&product_id=14972&option=com_virtuemart&Itemid=78]

2.
Para Emerson es clave entender el paisaje en clave discursiva. El paisaje es lenguaje y desde él es posible construir un modelo de pensamiento. Lo tiene claro en cada uno de uno de sus ensayos. En “El intelectual americano” también señala: “[lo cotidiano, lo humilde, lo vulgar] que había sido pisoteado descuidadamente por quienes se enjaezaban y aprovisionaban para largos viajes a países lejanos [...] No pido lo grandioso, lo remoto, lo romántico; no pregunto por lo que se hace en Italia o Arabia [...] me  siento a los pies de lo familiar, de lo humilde y lo exploro.” Frente al exotismo del viaje ilustrado, Emerson considera lo familiar como el territorio para inaugurar el pensamiento. En este sentido, el libro de Stanley Cavell (uno de los grandes pensadores norteamericanos actuales) En busca de lo ordinario, sostiene que la apuesta de Emerson y de Thoreau, a la hora de diseñar una nueva filosofía, es clave para acercarse a su obra. Para Cavell, Emerson y Thoreau pretenden erigir un nuevo pensamiento para un nuevo territorio, y para llevar a cabo ese proyecto no valen las viejas filosofías europeas. No tener en cuenta esto provoca malentendidos. ¿Por qué nos cuesta tanto en Europa ver a Emerson o Thoreau como filósofos? Por varios y complejos motivos. Para Cavell la filosofía europea está empeñada en diseñarse bajo el mapa del sistema y del argumento alejándose de lo literario. O dicho de otra forma, en Europa hay un tronco común entre ciencia y filosofía, mientras que en Estados Unidos la filosofía propuesta por Thoreau y Emerson se emparenta directamente con la literatura. (Aunque esta no es la única perspectiva. Véase el impresionante El club de los metafísicos  de Louis Mennand, para entender el pensamiento americano desde otra perspectiva). En un momento dado Cavell lo escenifica a la perfección. Para Cavell, lo que, por ejemplo, supone Hölderlin para Heidegger, lo representa Thoreau para sí mismo. Y esto es fundamental. Asume Thoreau un pensamiento marcadamente fundacional, a modo de nuevo Parménides para un nuevo pensamiento, siendo él mismo (para sí mismo) Parménides y Platón. “Nosotros no tenemos que poner los cimientos de nuestras casas sobre las cenizas de un civilización anterior”, escribe Thoreau en sus Diarios (idea que reaparecerá, por ejemplo, en algunos escritos del expresionismo abstracto americano, como en “The sublime is now”, de Barnett Newman). Es por ello que los Diarios han de entenderse como auténticos tratados para un nuevo territorio filosófico. Escribe Cavell: “Decir que Emerson y Thoreau “descubrieron” la filosofía para América es decir, entre otras cosas, que al enseñar a la nación que la filosofía es, y cómo es que es, nacer al pensamiento, demuestran cómo ha de ser traído el pensamiento a estas tierras […] lo que en el libro de Thoreau significa cómo ha de convertirse en dar cuenta”. Filosofar como dar cuenta, esa es la labor filosófica de Thoreau en estos Diarios. Y ese dar cuenta se aleja de las pesadas concepciones tales como  la necesidad teleológica de crear un argumento. Para Thoreau, y el Diario es una maravilla en este sentido, es salirse de las líneas marcadas por el concepto de argumentación lo que nos impulsa a la filosofía (y al paisaje). El paisaje carece de argumento o, mejor, el paisaje es el argumento de sí mismo, y eso es la filosofía. La filosofía es dar cuenta de un presente y de un paisaje, que al mismo tiempo se crea en el lenguaje. Por ello, Cavell sostiene que para Thoreau “aunque filosofar sea un producto de leer, la lectura en cuestión no  es especialmente de libros, no es especialmente de lo que entendemos por libros de filosofía. La lectura lo es de cualquier cosa que esté ante ti”. Y es esta una enseñanza que Thoreau transmite a una larga tradición de escritores y artistas norteamericanos de generaciones posteriores. Filosofía es lenguaje y es paisaje, pero sobre todo es literatura.
Otro caso. Por ejemplo: N. Hawthorne. Hawthorne, a su modo, trata también de dar cuenta: «Un espacio no muy hondo —escribe— entre los bosques que lo rodean por todas partes, y que es casi circular, u oval, de unos doscientos o trescientos metros (quizá cuatrocientos o quinientos) de diámetro. Esta temporada da una espléndida milpa, bien alta ya y llena de campanillas, ocupa casi la mitad de la hondanada; y es como el regalo de una pródiga naturaleza». Este es el tono inicial de su descripción de Sleepy Hollow, cercano a una plasmación bucólica del desarrollo del paisaje. Y así prosigue, detalladamente, estableciendo vínculos precisos y emocionales con el espacio natural. La delicadeza virgiliana de los sonidos y del paisaje de ese bucólico Sleepy Hollow se rompe por un vivo contraste. “He aquí —escribe— el silbido de la locomotora: el largo grito, áspero entre las demás asperezas, pues la distancia de un kilómetro o dos no puede moldearlo en armonía. Nos habla de hombres atareados, de ciudadanos, de la calle cálida, que han venido a pasar un día en un pueblo rural, de hombres de negocios; en resumen: de todo el desasosiego, y no es extraño que lance ese grito asombroso, puesto que trae su ruidoso mundo al seno de nuestra paz tranquila. Y cuando nuestros pensamientos hallan reposo de nuevo, tras esta interrupción, nos encontramos contemplando las hojas y comparando su aspecto diferente, la hermosa diversidad de verdes...”
 
3.
No se puede separar la filosofía de la literatura como quien separa una tira de celo de aquello a lo que está pegado. No son dos instancias separadas y estos Diarios dan buena cuenta de ello. Los Diarios, cuyo tema no es el paisaje o la naturaleza a secas, sino que por detrás y por encima está la necesidad de dar forma a un pensamiento, no se desenvuelven bajo la forma de un argumento o deducción que tarde o temprano nos trasladan al clímax de una conclusión o corolario. No. Más allá de eso puede leerse este Diario como la sucesión de momentos donde el lenguaje va abriendo espacios, realidades, modos… No hay existen aprioris. Escribe Thoreau: “Me vine aquí para encontrarme cara a cara con las realidades de la vida, con los hechos vitales que, como fenómenos o actualidad, los dioses quieren mostrarnos. La vida, ¿Quién sabe qué es y qué hace? Aunque no esté del todo bien aquí, estoy menos mal que antes. Y ahora, veamos qué nos trae”. En este sentido, desde mi punto de vista, lo menos interesante está en tomar al pie de la letra los datos vitales que deja caer a lo largo de los diarios. Al contrario, creo que esos datos están para generar nuevos caminos, incluso para confundirnos. ¿Qué es aquello que nos puede traer la vida? Pongamos un ejemplo, casi al azar. El 31 de diciembre de 1853. Allí nos describe cómo Walden se heló completamente por la noche, quedando todo el terreno oculto bajo un manto blando. Caminó sobre la nieve y halló el rastro de una nutria, a la que siguió. “La criatura, a cada rato, entraba en la nueve un par de pies hasta donde están las hojas. Si no fuera por la nieve —el gran revelador— nunca habría visto el más mínimo rastro de este animal”. Como recordaba Cavell, este tipo de fragmentos revelan más sobre el propio pensamiento de Thoreau que sobre el paisaje. La idea de que lo que está ahí fuera  supone una lectura del interior del que escribe. Thoreau es esa nutria (he ahí una de las múltiples transferencias que hallamos en los Diarios), es quien se deja ver gracias a ese “gran revelador” que es la nieve (imagen de la vida). Cada parte del paisaje y cada escritura del mismo deja a ver al propio Thoreau y su pensamiento. “Nunca habría visto el más mínimo rastro de este animal”, escribe al final del año. Es decir, no se habría visto a sí mismo si no fuera por esa nevada, por ese paisaje, por el transcurrir azaroso de los ciclos vitales. Al mismo tiempo, trata de crear un pensamiento excéntrico: “Todos los fenómenos de la naturaleza deben ser observados desde el punto de vista de la maravilla y del asombro, como ocurre con el rayo. Y al mismo tiempo, hay que mirar al rayo con serenidad, como lo hacemos con los fenómenos más familiares e inocentes. Los hombres están probablemente más cerca de la verdad esencial en sus supersticiones que en su ciencia”. Y esto es así, porque como él mismo señala, toda verdad es en sí paradójica. Para Thoreau, por tanto, no es posible un pensamiento cerrado y excluyente (esto también aparece en sus compañeros de viaje: Emerson y Whitman).
      En definititiva, los Diarios, cuya lectura debería ser obligatoria en cualquier clase de filosofía actual, son un ejercicio monumental de construcción filosófica de una identidad y de un paisaje, o de un paisaje como identidad, o...

martes, 25 de junio de 2013

EL ORDENADOR QUE MEDIA ENTRE JOHN CHEEVER Y JOHN KEATS (Fragmento de otra cosa)


[...] 
En este sentido, John Cheever quizá sea el escritor menos deleuziano de la tradición americana. Sin embargo, como pocos, tuvo la capacidad de dar forma a una serie de personajes que podrían leerse como intensidades narrativas fuera de lo común. En realidad, estaríamos ante personajes que viven de la necesidad de otorgarse a sí mismos una narración que los ampare, lo que implica que ante estos “sujetos” siempre se tenga la sensación de que están construyendo su historia al mismo tiempo en el que ésta transcurre. Como una mancha de aceite la narración se extiende alrededor (y desde) los personajes. Los personajes de Cheever suelen buscar, pero lo que les interesa en realidad no es hallar —consecución de un fin—, sino la permanencia en la búsqueda —el estado productivo de la búsqueda—. Por ello, los personajes de Cheever son conscientes incluso de ser demasiado “animales de superficie”. Se suele hablar de la profundidad de sus personajes, y sin embargo Cheever concibe, de un modo inigualable, sujetos que aman la superficie y que como tal aman darse en el lenguaje superficial. Escribe, por ejemplo: “Jugaron al bridge hasta las diez y entonces Melissa bostezó afectadamente y dijo que tenía sueño. Moses también se disculpó y se sintió desalentado al ver con qué menudos pasitos ella le predecía por el vestíbulo”. Los lectores de Cheever saben que su literatura se compone de esos menudos pasitos y que somos nosotros los que le vamos detrás de él. No sólo eso, esos mismos lectores de Cheever saben que esas minucias, esos intersticios que fracturan el posible clímax, conforman o sustentan el desarrollo posterior del relato. Cheever desde la superficie de los gestos y de las palabras nos desplaza sin darnos cuenta. Son los pequeños gestos los que entablan el diálogo con el lector en Cheever, aunque ese mismo lector no se percate de este proceso.
[...]
Pero fijémonos en un caso: Coverly. Coverly es uno de los personajes centrales de La crónica de los Wapshot, publicada en 1957 y que supuso el debut novelístico de su autor. Coverly es hijo de Leander Wapshot, un hijo, como todos los personajes-hijo que comienza una búsqueda dentro y fuera del sistema familiar de los Wapshot. La familia Wapshot, protagonista de esta novela, vive en un pequeño pueblo pesquero llamado St. Botolphs. Cheever nos va introduciendo en la vida y disputas de esta familia. Y lo hace progresivamente, cayendo desde el cielo y quedando atrapado finalmente en su propio idioma familiar. Blake Bailey, biógrafo de Cheever, lo describe perfectamente: “Expulsados de este paraíso [St. Botolphs] los hermanos Moses y Coverly se embarcan en una serie de aventuras por el confuso mundo moderno, sin que su creador se preocupe mucho por la lógica narrativa”. Pero es esta despreocupación lo que provoca que el lenguaje sea en Cheever de una intensidad apabullante. Y esta despreocupación narrativa afecta a sus propios personajes, convertidos en obsesiones que se deslizan a través de las páginas. Es el caso de Coverly y su necesidad de hacer algo inolvidable.  Ahora bien, sabe perfectamente que eso inolvidable sólo tiene hueco en el lenguaje. ¿Qué hacer? Leamos a Cheever: “La resolución de Coverly de hacer algo ilustre se concretó en un plan de diagnosticar el vocabulario de John Keats”. Aquí la palabra diagnóstico es engañosa. En realidad no se trata de hallar una patología detrás de la poesía de Keats y que delate alguna enfermedad desconocida del poeta. En realidad se trata de un diagnóstico acerca del propio lenguaje. ¿Qué pretendía Coverly? En realidad no se trataba de analizar el lenguaje de Keats palabra por palabra, no se trata de una descomposición en busca de símbolos. Lo que le propuso a Griza, un compañero de trabajo del que se siente cercano, era algo sutilmente diferente. Escribe Cheever: “Quería que Griza procesara el vocabulario de Keats en el ordenador. Griza no parecía decidido, pero invitó a Coverly a cenar en su casa una noche”.  Poco tiempo después les encontramos en la casa de Griza hablando sobre Keats y el proyecto, no sin antes dejar caer una de esas superficialidades de Cheever que condensan toda su capacidad narrativa: “Cenaron carne congelada, patatas fritas congeladas y guisantes congelados. Con los ojos vendados, uno no habría podido identificar los guisantes, y el único sabor que tenían las patatas era sabor a jabón”. Más tarde “bebieron un vaso de whisky con ginger ale y luego Coverly se fue a casa”.  Cheever describe a continuación la rutina que decidió tomar Coverly: “Coverly organizó su vida de acuerdo con un plan. Salía del centro de cálculo a las cinco, preparaba la cena, bañaba y acostaba a su hijo. Luego regresaba al centro con su ejemplar de Keats encuadernado en piel suave y se ponía a traducirlo, en una máquina de escribir eléctrica, a dígitos binarios. […] tardó tres semanas en pasarlo todo”.  ¿Y el diagnóstico del lenguaje de Keats? “Sus instrucciones, convertidas en dígitos binarios, pedían  a la máquina que contase el número de palabras en la poesía, y que contase el vocabulario e hiciese una lista de las palabras utilizadas  con mayor frecuencia por el orden de uso. Griza metió las instrucciones y la cinta en dos torres y luego tocó algunas teclas de la consola. […] Coverly sudaba por la excitación. […] Cuando la máquina se detuvo, Griza arrancó el papel y se lo pasó a Coverly. El número de palabras en la poesía de Keats ascendía a quince mil trescientas cincuenta y siete. El vocabulario era de ocho mil quinientas tres y las palabras por su orden eran. “El silencio armoniza la consciente caída del dolor / Los dorados reinos de la muerte lo abarcan todo / La amargura del amor excede a su gracia / Esa bestial cicatriz en el rostro angélico / Marca al cielo con hiel””. Y aquí se halla el descubrimiento de Coverly/Cheever: el lenguaje se produce a sí mismo, la poesía es una superficie de lenguajes, un mapa que se extiende y no un pozo que necesita descifrarse. “Pero te das cuentas, ¿no?, de que dentro de la poesía de Keats hay otro poesía”, dice Coverly, aunque en realidad no sea dentro sino junto a, en su extensión. La poesía no es un orden sino una elección de itinerarios, de superficies, una mancha de aceite que se extiende alrededor del propio lenguaje. Así, Cheever escribe: “era posible imaginar que existiera cierta armonía numérica subyacente a la composición del universo, pero que esta armonía abarcase a la poesía era una posibilidad asombrosa y entonces Coverly sintió que él era un ciudadano del mundo que emergía, Una parte del mismo. la vida estaba llena de novedad; ¡había algo nuevo en todos sitios!”. El lenguaje, su incansable novedad, su necesaria intensidad. El lenguaje de Keats como una máquina capaz de reproducir la novedad del lenguaje. La poesía de Keats como un eterno estado de búsqueda. Y la despreocupación por la lógica narrativa de Cheever como la posibilidad de un lenguaje y de una narración imprevisibles. Sin esa despreocupación no habría Cheever, pero tampoco poesía. [...]

domingo, 5 de mayo de 2013

¿PARA QUÉ DISCUTIR? Cinco años de blog y una cita.


“Por este motivo sienten los filósofos escasa afición por las discusiones. Todos los filósofos huyen cuando escuchan la frase: vamos a discutir un poco. Las discusiones están muy bien para las mesas redondas, pero el filósofo echa sus dados cifrados sobre otro tipo de mesa. De las discusiones, lo mínimo que se puede decir es que no sirven para adelantar en la tarea puesto que los interlocutores nunca hablan de lo mismo. Que uno sostenga una opinión, y piense más bien esto que aquello, ¿de qué le sirve a la filosofía, mientras no se expongan los problemas que están en juego? Y cuando se expongan, ya no se trata de discutir, sino de crear conceptos indiscutibles para el problema que uno se ha planteado. La comunicación siempre llega demasiado pronto o demasiado tarde, y la conversación siempre está de más cuando se trata de crear. A veces se imagina uno la filosofía como una discusión perpetua, como una "racionalidad comunicativa", o como una "conversación democrática universal". Nada más lejos de la realidad y, cuando un filósofo critica a otro, es a partir de unos problemas y sobre un plano que no eran los del otro, y que hacen que se fundan los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas. Nunca se está en el mismo plano. Criticar no significa más que constatar que un concepto se desvanece, pierde sus componentes o adquiere otros nuevos que los transforman cuando se lo sumerge en un ambiente nuevo. Pero quienes critican sin crear, quienes se limitan a defender lo que se ha desvanecido sin saber devolverle las fuerzas para que resucite, constituyen la auténtica plaga de la filosofía. Es el resentimiento lo que anima a todos esos discutidores, a esos comunicadores. Sólo hablan de sí mismos haciendo que se enfrenten unas realidades huecas. La filosofía aborrece las discusiones. Siempre tiene otra cosa que hacer.”


Gilles Deleuze y Felix Guattari, ¿Qué es la filosofía?

jueves, 2 de mayo de 2013

CRÍTICA EN SERIE. LA TEORÍA DE LA DOBLE H Y EL DISFRAZ ALEGÓRICO



[Este texto es un fragmento de un seminario sobre Filosofía, política y televisión, diciembre de 2011]



 “No es ni puramente arte, ni sólo entretenimiento, no sé si estoy realmente en lo uno o en lo otro. Estoy en otra parte"
Julie Taymor. Productora . Walt Disney

1.
Jorge Carrión en su libro Teleshakespeare señala, con acierto sin duda, que el hecho de que las series americanas posean un carácter planetario y global “no [las] exime de su potencial crítico: mientras que los personajes, las historias y el mundo creados suscitan empatía o rechazo, la cultura estadounidense que representa es examinada por el espectador internacional desde una actitud proclive al análisis y al cuestionamiento. El hecho de que las series mantengan una línea editorial implacable con la sociedad y, sobre todo, con la política norteamericana favorece esa actitud microcrítica”. Ahora bien, ¿es tan sencillo? ¿No hay algo de condescendiente desprecio en este hecho por parte de esas series? ¿Puede ser real esa disposición crítica? O dicho en otros términos ¿qué función ejerce una serie de televisión si la desplazamos de su contexto de entretenimiento y la convertimos en un dispositivo intelectual? ¿Hay algo de crítico en este simple hecho? ¿Y cuánto hay de fetichismo? Las palabras siguientes, y por ello les pido paciencia, son simplemente una sucesión de ideas aún por armar, y por lo tanto aún por sostener, lo reconozco, pero no cabe duda de que es necesario mantener siempre la posibilidad de ver cada situación desde otro ángulo de identificación (o desidentificación).

2.
Dicho esto, si colocamos, por ejemplo, las series sobre su trasfondo económico y mercantil (HBO, Time Warner…) esta posibilidad crítica se nos muestra como una crítica blanda, como de pose, cuyo objeto es puramente mostrar el recinto que puede ser criticado, sin proponer transformación alguna. Es decir, ejercer una crítica bañada a través de la muestra de imágenes; imágenes que recogen la herencia técnica del cine de autor, o mejor dicho, su apariencia (del mismo modo que el corte inglés recoge la apariencia de tergiversación situacionista para su publicidad). De esta forma, del cine de autor interesa su efecto de alta cultura —su carácter técnico—, pero obvia su causa. La serie The wire podría ser el lugar para la crítica y para muchos teóricos lo es de un  modo paradigmático, por eso la elegimos como ejemplo. Para algunos esa crítica se establece —sin prescripciones, sólo como descripción— desde la imagen, aunque considerando que en la serie no hay crítica social sino “una cuestión de sensibilidad”, mientras que para otros el proceso crítico consiste en el reflejo literario de las calles de Baltimore: “lo que interesa es diseccionar las entrañas de la ciudad al mismo tiempo que sucede lo propio con las de los personajes”. Mostrar es el objetivo. El propio realizador de la serie, David Simon, lo reafirma: “Cuando se le da rienda suelta al capitalismo desaparecen los derechos de los trabajadores porque los trabajadores se convierten en sólo una herramienta del capitalismo, dejan de ser seres humanos. Si estás en lo alto de la pirámide productiva y te beneficias de esta dinámica, fenómeno; pero si estás en la parte de abajo, eres una víctima. Por eso EE UU es un país más brutal e indiferente que otros, sin interés alguno por compartir los beneficios entre toda la comunidad. Eso es The Wire: una declaración política de principios.” Pero ¿es ésta la cuestión? ¿es así realmente? Veámoslo desde otra perspectiva. Cuando Walter Benjamin en El autor como productor analiza las posibilidades críticas de la Nueva Objetividad las cuestiona, debido al hecho de su proceder como objeto de mercado, como muestra acrítica cuyo destino no es otro que la moda. Algo así, en la distancia, podría señalarse de las posibilidades críticas de una serie de televisión como The Wire. Escribía Benjamin lo siguiente: “la Nueva Objetividad ha hecho de la lucha contra la miseria, a su vez, un objeto de consumo”. Hacer de la miseria un objeto de consumo, una moda, ésa podría ser otra descripción de lo serial. The Wire, vista no como entretenimiento (en este sentido es una serie impecable, fabulosa) sino con intenciones críticas escondidas y sobreintelectualizadas, y sobre todo como productora de conocimiento, no cumple más que su función de hacer de la miseria objeto de consumo a través de la estilización y la técnica. Se trataría de un abastecimiento de imágenes que no aportan ninguna transformación, “es —tomando a Benjamin— un procedimiento criticable aunque los materiales de que se abastece parezcan de naturaleza revolucionaria”. Hablamos, así, de moda disfrazada de crítica.

3.
Frédéric Martel, en su Cultura Mainstream, lo expone en su diálogo con John Nye, profesor de Harvard y colaborador de Obama en las estrategias de difusión cultural. Nye ha difundido la idea de soft power.  “Es la idea —señala Martel— de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial”.  Afirma Nye lo siguiente: “El soft power es la atracción y no la coerción. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertaiment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood”. Esta doble H (Harvard-Hollywood) es la que los grandes monstruos económicos y mediáticos tratan de absorber o de atraer. Es decir, que a través de la estratificación de tramas sea posible captar y capturar tanto al profesor de Harvard como al adicto a las películas de Hollywood. Y añade Nye en su entrevista con Martel: “pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. […] Y no hay que olvidar que nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, You Tube, MySpace y Facebook”. De alguna forma, la idea (esa inquietante nuestra influencia) es la consolidación de las series de televisión —que luego sean descargadas o compradas, pero han de pasar por la televisión—, así como de todo el amplio espectro cultural americano, del arte al entretenimiento, que no muestren un sentido de coerción, sino series que al construir muestren una autocrítica moderada al sistema americano pero que haga factible una visión idílica de su (nuestra) realidad. La idea de exportación de la cultura implica una acción a diferentes niveles, creando en el objeto de entretenimiento tejidos que van dirigidos a espectadores diferentes como guiños hacia su cultura. De esta forma saben oscilar perfectamente —midiendo los tiempos— entre la alta y la baja cultura, entre guiños a los seguidores de Antonioni y llamadas a los fans de Beyoncé. La descontextualización nos eleva más allá del producto cultural. En el caso del cine y de la televisión ese soft power se hace evidente a través de la construcción de una complejidad interna que sea capaz de atraer a todo tipo de espectador (tanto a la profesora de universidad especialista en semiótica como a la ama de casa que prepara la cena), y para ello se crean tramas, subtramas, metatramas, construidas a partir de personajes de diferentes razas, credos y sexos, etc. Mostrar la vida americana en su multilateralidad para que ese poder sea más efectivo, y aparentemente, por ello, tenga un componente crítico. Las series como fenómeno de masas se convierten, así, en multitextos maleables. O dicho de otro modo: reunir lo disperso (culturalmente) en un solo producto, que termina por ser fetichizado en muy diversos niveles.

4.
“El espectador no debe necesitar ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción […] Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada”. Esta idea, expresada por Adorno y Horkheimer en su trabajo La industria cultural, a pesar de poder resultar ingenua  (que lo es) es lo que precisamente ha sido dado la vuelta por la propia industria cultural. Es decir, la idea de que el universo espectacular-televisivo-medático que nos rodea impide todo pensamiento propio, o que de darse este pensamiento sería ficticiamente propio ya que se nos ha lavado el cerebro, fue durante décadas el lema de muchos teóricos de izquierda. Se solía decir que una de las señas de identidad de la industria cultural es, precisamente, su opacidad a todo pensamiento. La necesidad de imposibilitar la apertura reflexiva es lo que implica que todo pensamiento aparte sea un pensamiento desde fuera del hecho espectacular, y por lo tanto, inoperante. Este podría ser, de modo muy resumido, el extraño idilio entre pensamiento y espectáculo, entre arte y entretenimiento. Sin embargo, la industria cultural ha desarrollado o posibilitado  en la actualidad (a través de su disfraz como industria creativa) la construcción de un pensamiento a través de los itinerarios que ofrece el propio espectáculo. De esta forma comenzaron a surgir teóricos y escritores que vieron en la cultura del entretenimiento una nueva forma de verter en ella su conocimiento, señalando que las series son “conocimiento disfrazado de entretenimiento”. “Si el intelectual no viene a mí —dice la industria serial— introduzco lo intelectual dentro de mí sin olvidar mis “otros destinos””. El disfraz está dentro, en el interior. Y aquí, en este proceder teórico, en este proceder carnavalesco, es donde se produce la construcción alegórica, en tanto que la teoría extrae a las series de su contexto, cegando en la mayoría de las ocasiones la posibilidad de cuestionar la genealogía económica de esas producciones. Es decir, el alegorista no inventa las imágenes, simplemente las confisca, extrayendo de ellas lo que es culturalmente significativo. El alegorista no resitúa las imágenes en el sentido de buscar el significado original que podía haberse extraviado. Ahora bien, tampoco se trata de hermenéutica. Es, evidentemente, una nostalgia del quehacer posmoderno.  El alegorista desactiva, por lo tanto, la posibilidad de ver la serie como entretenimiento haciendo de ella un producto maleable (un tercer lenguaje), inservible más allá de determinados juegos malabares con los que pretende situar lo estudiado en su propio recinto de pensamiento. Pero al mismo tiempo, ese alegorista elimina y asordina toda posibilidad de cuestionar los fundamentos económicos y políticos de las series, al situar fuera de su origen ese producto. ¿Está entonces el intelectual atrapado en su propia paradoja en su propio disfraz?

miércoles, 10 de abril de 2013

SOBRE “NORMALIDAD DE LA CRISIS / CRISIS DE LA NORMALIDAD”, DE LUCIANA CADAHIA Y GONZALO VELASCO (eds.), Katz, 2013



1.
(Un preludio divagatorio que no viene a cuento)

En el Crátilo Platón se pregunta por la relación que existe entre las palabras y su referente. Esta pregunta le lleva a situaciones cuanto menos rocambolescas. Es más, no queda resuelta con claridad la posición del propio Platón. Frente a la teoría convencionalista (que tergiversa el punto de partida de Protágoras) y también frente a la postura naturalista que defiende Crátilo según la cual hay una dependencia estrecha entre las palabras y las cosas, Platón va basculando. Hacia el final del diálogo Crátilo insiste en ello: “el que conoce los nombres, conoce también las cosas”. Pero ya antes le había planteado esta misma cuestión a través de una pregunta sutil: “¿Pues cómo es posible, Sócrates, que si uno dice lo que dice no diga lo que es?”. Evidentemente, Sócrates da la vuelta a toda esta argumentación, aunque, ciertamente, su postura no esté del todo clara, al menos en este diálogo. Es decir, Sócrates no va a negar en esta ocasión que no se puedan conocer las cosas por sus nombres pero que ésta es una fórmula sometida a la fragilidad del error (como errada es la mimesis). En cambio, apunta, “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. En cualquier caso, para llegar a esta conclusión, Sócrates, Crátilo y Hermógenes desarrollan toda una extensa (y por momentos delirante) obsesión etimológica con el fin de saber si existe relación entre el origen de las palabras y aquello a lo que se refieren.
2.
En Normalidad de crisis / Crisis de la normalidad no se menciona, al menos eso creo, el Crátilo ni una sola vez. ¿Por qué debería de citarse? Es cierto. No hay ninguna necesidad de ello. Este libro, coordinado por Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco constituye una muy importante aportación a la reflexión sobre el presente. Y por sus páginas discurren reflexiones y críticas de hondo calado. Es cierto que no todas son lecturas que mantienen el alto voltaje necesario para pensar la crisis. Ahora bien, en determinados momentos y fundamentalmente en la parte final del libro titulada “Crisis y política”, hallamos algunas aportaciones filosóficas sobre el presente que se aproximan con solidez a la pregunta por la crisis. Y sobre esa parte incidiré a continuación más en profundidad, sin olvidar, obviamente, el resto de textos del libro.

3.
Pero volvamos al Crátilo. ¿Por qué lo traigo a colación? Una de las cuestiones que más llaman poderosamente la atención es la obsesión en buena parte de los trabajos de este libro en incidir en la posible relación directa entre la palabra crisis y la “crisis” como fenómeno que “recorre al sujeto” en la vida ordinaria. Parecería como si destripando la palabra, hallando su tuétano, estuviéramos más cerca del fenómeno, como le ocurría al mismísimo Hermógenes en su diálogo con Sócrates. Veamos. Parece que la crisis es un concepto que remite a un estado de cambio o mutación, y que, asociado a la medicina, indica un cambio tendente a la curación o a la muerte. En la mayoría de los trabajos del libro (o en casi todos) se parte de la etimología de la crisis suponiendo que del concepto dimana el objeto, obviando la salida de Platón en el Crátilo: “no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que partir de los nombres”. ¿Está la crisis en el concepto de crisis? Dicho esto, me parece imposible (o al menos muy difícil) señalar o deducir que esta reconstrucción etimológica nos diga algo exactamente de la realidad, más allá de un posible juego metafórico. O dicho de otra forma, el problema no está en la palabra crisis. Considerar que el problema reside en la palabra crisis conlleva el problema implícito de considerar que esta crisis es una crisis exclusivamente “moral”, “de valores” o “conceptual”, y que de alguna manera —otro giro argumentativo— si despejamos la incógnita conceptual parecería más fácil salir de la crisis (y quizá por extensión solucionar la vida a esas personas que están dentro de la crisis). Creo que las reflexiones que se sitúan únicamente en este “marco catequista de los valores” quedan representadas efectivamente en la anécdota que narra Wittgenstein según la cual un tipo se pasaba billetes de una mano a la otra y pensaba que estaba haciendo un gran negocio.
            No quiero decir que haya una obligación directa en el filósofo de intervenir en lo social, pero sí de ser consciente de la distancia.
4.
Dejando de lado la obsesión de algunos autores por la etimología, tenemos una aportación sumamente interesante. La apuesta de Luciana Cadahia y Gonzalo Velasco es certera, y se observa desde el principio: “El ritual mágico-jurídico de la austeridad debería devolver la confianza en los mercados. Pero detrás de este velo de maya de la restauración, tiene lugar una profunda transformación de la naturaleza misma de la sociedad. Ahora bien, el sacrificio de la austeridad supone no sólo la desaparición de los derechos básicos de los ciudadanos, sino el precio que los países de la Unión Europea deben pagar para volver a ser fiables”. La paradoja estriba en que para estar mejor es necesario estar peor, pero esos criterios de “mejor” y “peor” son manejados desde fuera de la órbita social. La crisis, por tanto, “se convierte en un mecanismo de normalización y ocultamiento de los cambios que precisa el actual poder para seguir expandiéndose. […] Por tanto, deberíamos hablar de una crisis previsible”, lo que viene a significar que la crisis ha de entenderse como un caso necesario de autorregulación por parte de los sistemas financieros. No obstante, la argumentación “estatal” se desvía hacia una “culpa generalizada” de los ciudadanos los cuales seríamos responsables (no corresposables, sino directamente responsables) por haber vivido por encima de algo llamado “nuestras posibilidades”. Partiendo de esta idea, el libro busca “identificar el dispositivo discursivo de la crisis y desarticular los mecanismos de poder que en él operan. No obstante, el valor político de esta tarea reconstructiva es insuficiente si no está atenta a inteligencia implícita que nace de la experiencia popular de la crisis  y de la manifestación colectiva de su rechazo”.
5.
Partiendo de estas tesis expuestas por los compiladores de modo directo se desarrollan los textos. La apuesta, como ya he dicho, nace con el doble objetivo de identificar y desarticular desde la teoría los mecanismos que “soportan” la crisis y, por otro lado, al mismo tiempo, no perder de vista la experiencia popular de la crisis. Es en este doble movimiento donde hallamos la idea que fundamenta este libro. Para Gabriel Aranzueque el problema estaría en el concepto de deseo. Según señala estamos tan acostumbrados a obedecer que dicho mecanismo imposibilita que deseemos lo contrario. Precisamos “desear más” señala como conclusión. David Sánchez Usanos concluye con otro “deberíamos”: “deberíamos poder ocuparnos de cuestiones políticas, económicas o sociales sin tener la impresión de que al hacerlo estamos renunciando al pensamiento. Hemos de desterrar la funesta idea de que reflexionar sobre lo cotidiano equivale a envilecerse”. En la sección “Crisis y ontología” escribe Patxi Lanceros “Crisis es un nombre —singular— para designar esa plural nebulosa con vocación de clausura”. Y es que en este caso, por ejemplo, la crisis abandona su lugar sobre la tierra para convertirse en un problema más bien conceptual y moral que una “experiencia popular”.
            El libro encierra aportaciones de interés, sin duda. Aparte de los autores mencionados, cabría citar los trabajos de Antonio Gómez Ramos, Ana Carrasco-Conde o Alberto Pirni. Todos ellos, como el resto del libro, llenos de espacios para la discusión. Es decir, estados para-no estar-de acuerdo en todo momento, lo que convierte a éste en un libro a tener en cuenta.

6. 
Desde una postura personal, considero la tercera sección, titulada “Crisis y política”, la sección más certera del libro, y la de mayor enjundia discursiva. En ella se desgranan algunas de las ideas de las que es posible extraer elementos de discusión y que tienen la capacidad de enriquecer el debate desde la izquierda. Valerio Rocco, por ejemplo, expone lo siguiente: “Nuestro objetivo es analizar el papel jugado por las configuraciones estatales en el marco de la actual crisis económica, y ello en dos sentidos”. Uno de esos sentidos es la consabida “polisemia de la palabra”, y el segundo, el más interesante desde mi punto de vista,  es la pregunta acerca de cómo la crisis desplaza inevitablemente su sentido o, más bien, comprime desde múltiples flancos a las instituciones y al propio concepto de “estado”. Lo que nos dice es que el “Estado queda […] comprimido entre las (¿legítimas?) demandas de la sociedad civil y  de los individuos subsumidos bajo él, por un lado, y el chantaje de la sociedad civil internacional y los individuos-magnates bajo s que se subsume, por otro”. Retomando la teoría del doble vínculo de los psiquiatras podríamos decir que el Estado se halla más que en crisis en un estado paradójico propio del sujeto esquizofrénico, un cuerpo sometido a su propio sinsentido. En este caso, la tarea del filósofo, apunta Rocco, sería la de denunciar la anormalidad de la crisis y su irracionalidad. El problema, creo, estaría en cómo “rellenar” conflictivamente la palabra denuncia.
            Por su parte, el trabajo de Luciana Cadahia trata de reactivar el concepto de dispositivo. Escribe certeramente: “El principio que trata de regular a las sociedades contemporáneas hace de la crisis el dispositivo mediante el cual crea, rechaza y neutraliza su propio antagonismo”. La crisis se construye como sistema o dispositivo que posibilita “reorganizaciones progresivas”. Cadahia apuesta por poner en crisis este sistema. Si se me permite se trataría de, usando jerga de Gregory Bateson, afirmar que la crisis no es un contexto o un marco de referencia sino una etiqueta que rotula un conjunto, pero sin embargo ese conjunto puede ser puesto en crisis, puede ser desplazado. ¿Cómo? He ahí la pregunta. Este tema pone sobre la mesa otro, es decir, el tema de las revueltas sociales. ¿Pueden las revueltas ser una forma de buscar ese desetiquetado que instaura la crisis? Al final de su trabajo Luciana Cadahia es de nuevo directa: “no encontramos la preposición adecuada para describir el vínculo de las sublevaciones con respecto a las instituciones, pues las sublevaciones y las resistencias no pueden hacerse exclusivamente contra la institución, ni mucho menos ante la institución, ni mucho menos desde la institución. Se trataría de pensar una pre-posición tal que nos permitiera establecer un juego de posiciones simultáneas en uno y otro lado de la oposición. […] Quizá sea entre los límites del derecho y las instituciones y las sublevaciones donde se juega las distintas posibilidades, aún no calculadas, del dispositivo de la crisis”.
            La sección se cierra con dos interesantes aportaciones: “Crisis y Orden Mundial en perspectiva histórica” de Alex Colás y “Crisis de la construcción social de la normalidad capitalista” de Gonzalo Velasco, que cierra el libro. Precisamente Velasco apunta de nuevo la idea que vertebra algunas de las aportaciones más interesantes de este libro: “Lo que se está rechazando desde las plazas públicas es el prejuicio biopolítico según el cual tras la crisis hay siempre una recomposición de la normalidad (de la salud)”. Pero quizá no deberíamos olvidar que la normalidad no es otra cosa que un “marco de referencia”, un rotulado (provisional) cuyas paradojas y patologías estamos en condiciones de poner en cuestión en su totalidad (y fragmentariedad). Paradojas y patologías que la experiencia popular de la crisis trata de identificar.

7. 
O dicho en otros términos, no se trataría de hablar de normalidad de la crisis ni de la crisis de la normalidad sino de alcanzar la posibilidad de salirse de este “doble vínculo” (prototípicamente paradójico)  con la finalidad de identificar la propia patología de ambos conceptos. Una tarea que se apunta hábilmente en este libro y que constantemente está por hacer.