domingo, 30 de septiembre de 2012

UNA PREGUNTA, DISTURBIOS, SMITHSON, UN RITO, UN PSEUDO-ACONTECIMIENTO, MANIFESTACIONES (O una mala lectura de Robert Smithson para el presente)









1.
El número de septiembre de 1970 de la revista Artforum está dedicado en una buena parte, bajo el epígrafe “The artist and politics: a symposium”, a plantear a una serie de artistas una pregunta que parecía retornar con fuerza: ¿cuál es la relación entre arte y política? O, mejor ¿cuál es la relación entre el artista y la política? Evidentemente las relecturas de Adorno, pero sobre todo de Benjamin ejercían un tutela importante, aunque sería hacer trampa considerar que tales relecturas estaban exclusivamente detrás de esta pregunta. Las convulsiones sociales de finales de 1969, pero fundamentalmente las sangrientas revueltas estudiantiles de los años setenta, provocaron también que el mundo del arte (y como pieza importante la revista Artforum) retomasen la vieja pregunta. Veamos. A finales de 1969 la atmósfera en Estados Unidos tras la ascensión de Nixon al poder había enrarecido el ambiente debido a la obsesión belicista del presidente. Esta obsesión llevó, por ejemplo,  a que el 16 de noviembre de 1969 , cerca de medio millón de personas se manifestase en Washington. Manifestación que el por entonces gobernador de California Ronald Reagan afirmó haber sido planeada por comunistas amigos de los alemanes orientales. Aunque la gota que colmó el vaso tuvo lugar cuando en abril de 1970 Nixon ordenó la intervención en Camboya, país que se había declarado neutral y que sufrió algunos de los mayores bombardeos del momento. La respuesta estudiantil fue contundente, y se extendió por todo Estados Unidos. A estas manifestaciones el Estado respondió de modo sangriento. El 4 de mayo de 1970, en Ohio, la policía se enfrentó a los manifestantes matando a cuatro de ellos e hiriendo a nueve.  En el college de Jackson, un campus afroamericano del Mississippi, murieron dos estudiantes y nueve fueron heridos por disparos de la policía. Ésta es sólo una pequeña muestra. Los disturbios se extendieron por todo el país y los artistas (pensemos en Artist Workers´ Coalition y su acción en el MOMA frente al “Guernica” en enero de 1970, o que ese mismo año y en ese mismo lugar tuvo lugar la intervención de Hans Haacke MOMA-Poll) comenzaron a planetarse estas cuestiones. Fue en este contexto de convulsión social cuando Artforum se decidió a preguntar a los artistas por su grado de compromiso,  pero, sobre todo, cómo actuar siendo artista. ¿Qué tipo de implicación política debía —o no— tener el arte? La pregunta que aparece en el págia número 35 del número dice lo siguiente:

“Un número creciente de artistas ha empezado a sentir la necesidad de responder a la cada vez más profunda crisis política en América. Sin embargo, entre ellos existen serias diferencias relativas a su relación con las acciones políticas directas. Muchos creen que la implicación política de su obra constituye la acción política más profunda que pueden realizar. Otros, sin negar lo anterior, siguen sintiendo la necesidad de un compromiso político directo e inmediato. Y otros creen que su obra carece de significado político y que sus vida políticas no tienen relación con su arte. ¿Cuál es su posición respecto a los tipos de acción política que deben llevar a cabo los artistas?”


2.
Ante esta cuestión fueron varias las respuestas: Jo Baer, Ed Ruscha, Donald Judd, Carl André… Entre las diversas respuestas me interesa retomar una de las respuestas que en principio podrían parecer de las que podían tener un interés menor —al menos para mí—. Me refiero a la respuesta de Robert Smithson. A Smithson, como es sabido, le gustaba —en ocasiones en exceso— describir en sus escritos —abundantes y muy interesantes— ambientes abultadamente metafóricos, desconcertantes, con referencias a escenas primigenias, etc. En su respuesta a la pregunta de Artforum aparecen, entre otros, Georges Bataille y William Holding, cuyo obra El señor de las moscas, le sirve de hilo conductor. En cualquier caso, a riesgo de parecer simplificador, cuando he releído por casualidad sus respuesta hace unos días me ha sorprendido lo siguiente:

“los disturbios policiales y estudiantiles a un nivel más profundo son sacrificios basados en una contingencia primaria, no en un rito sino en un accidente. No obstante, debido a la intervención de los medios, los disturbios se han estructurado como ritos. Los estudiantes son una “fuerza viva” en oposición a la policía, que es una “fuerza muerta””.

La lectura de Smithson parece tener un referente concreto: las revueltas estudiantiles y los enfrentamientos sangrientos con la policía de comienzos de 1970. Sin embargo, a través de la forma de leer esos disturbios que tiene Smithson, podemos ampliar sus posibles significaciones (se puede leer así) a nuestro presente.  Para empezar Smithson pone sobre la mesa un concepto fundamental: el rito. Podemos tomar este concepto como principio. Según leemos, el problema de todo disturbio, de todo enfrentamiento entre manifestante y policía reside en el momento en el cual —un accidente, es decir: la protesta por los problemas políticos y económicos concretos, inmanentes— se estructura como rito. Como bien dibuja Smithson, es la intervención de los medios de comunicación lo que transforma una protesta en un rito, y aunque esta idea pueda resultar interesante hemos de pensar que el rito desactiva la acción. Los medios ritualizan los gestos, los movimientos, las protestas… Y los ritos se transforman en ejercicios que se repiten, pero sobre todo se transforman en fines en sí mismos. He ahí lo que puede latir tras las palabras de Smithson y podemos volver a comprobar ahora. La manifestación transformada en rito desactiva su carácter de medio (para lograr objetivos) estableciéndose la protesta en tanto que rito como fin en sí mismo, y por lo tanto en mera escenificación. La manifestación ritualizada acaba transformándose en el objetivo en sí mismo, olvidando su carácter de medio para uno o varios fines. Y aquí son los medios de comunicación los que trabajan con el fin de ritualizar la protesta. O dicho de otra forma: el rito transforma la protesta en “fuerza muerta”, en deliberación sin fondo. El rito trascendentaliza y provoca, por ejemplo, que la protesta tenga espíritu cuasi-religioso (o que se pretenda “transformar el mundo” con talleres de reiki, como se ha llegado a leer). Sería interesante, quizá, que ninguna protesta, que ningún disturbio tuviese la forma del rito.


3.
La respuesta de Smithson dibuja, aunque solapadamente, el problema de la reescenificación, lo cual provoca que el carácter de fuerza y sacrificio tome forma de rito. Unos cuantos años antes, concretamente en 1961, Daniel Boorstin, publicaba Image. A Guide to Pseudo-Events (del que creo haber hablado ya en este blog). Parece conectar Boorstin con lo expuesto por Smithson, aunque la conexión pueda ser forzada. Boorstin hablará de psuedo-acontecimientos donde antes leíamos ritos. Boorstin considera el pseudo-acontecimiento con una serie de características más o menos concretas: carece de espontaneidad, y por tanto siempre está organizado con antelación o, cuanto menos, solicitado por alguien; está programado con la finalidad de ser reenviado o reproducido y, con este objetivo, modelado en función de su reproductibilidad en los medios; su éxito es directamente proporcional a la cantidad de atención que en esos medios consigue despertar. Además, y he aquí lo importante, se trata de mostrar el acto estructurado como un rito,  y aquí los medios intervienen ofreciendo la imagen como si fuese ya parte del pasado, es decir, como formando parte de la historia. Y añade Boorstin: “La pregunta “¿es cierto?” es la menos importante de todas, mientras esa otra de “¿qué significa para ti?” ha adquirido un nuevo valor, en el sentido de que ya no nos interesa saber el significado de la cosa en sí, sino lo que piensan sonre ella aquellos con quienes hablamos”.  He ahí la ritualización de los disturbios y la transformación de la fuerza viva en “pseudo-acontecimiento”. No obstante es difícil cerrar la cuestión. La interesante sería —si deseamos extraer alguna conclusión, cosa no necesaria— que toda protesta abandonase su ritualización y se transformase en fuerza, en medio, y no en fin.

4.
O tal vez no. O tal vez, todo lo contrario. O tal vez sea el rito lo único que nos salve.

5.
Lo dudo.



jueves, 27 de septiembre de 2012

SOBRE "GETTING UP. HACERSE VER. EL GRAFITI METROPOLITANO EN NUEVA YORK", (Capitán Swing, 2012), de Craig Castleman




Aunque circulen por entre la mugre y el crimen los metros siempre serán hermosos. 
Lee. [Fabulous Five]

1.
El 2 de diciembre de 1977, en el apartadero de trenes de Coney Island, Lee, Mono, Doc y Slave pintaron un tren entero, compuesto por diez vagones. Era un hito. No tanto por ser los primeros (en realidad fueron los segundos en pintar un tren entero) sino por el impacto de la pieza. Diez vagones, de arriba abajo, de un lado al otro, destacando sobre todo la composición central: un Papá Noel felicitando la navidad. Y junto él, en el resto de vagones, varios símbolos populares como Micky Mouse y otros elementos por el estilo.  Así lo recuerda Lee: “Este tren fue lo mejor que hemos hecho nunca; bueno, y lo mejor que se haya hecho nunca en esa línea, en la línea 4. Estoy seguro de que la gente que lo vio no puso la televisión esa noche al volver a casa. Hablaron del tren que habían visto”.

2.
Getting up. Hacerse ver. El grafiti metropolitano en Nueva York, de Craig Castleman, arranca con esta historia. La recreación por parte de Lee, uno de los miembros de los Fab Five, de cómo llevaron a cabo la peripecia de pintar un tren entero. Getting up fue publicado originalmente en 1982, siendo traducido al español a mediados de los ochenta. Aparece reeditado a los treinta años de su aparición sin perder un ápice de su fuerza histórica, más aún, reaparece con todo el peso de ser ya un clásico, una pieza central para todo aquel que quiera asomarse —con eso vale— al periodo en el que el grafiti toma el mando visual de las calles de Nueva York y, por extensión, de todas las grandes capitales mundiales. Sin embargo, si para empezar nos referimos a su sentido elemental lo que hallamos en Getting up es un documento, pero un documento que es a su vez la apertura de una posibilidad más amplia de reflexión. He ahí lo fascinante de este trabajo. No se trata de juicios de valor, no trata Castleman de elaborar teorías socio-políticas (que hubiera sido lo más sencillo), pero tampoco nos lleva al árido (y poco fructífero para un territorio como éste) documento estadístico, ni deriva hacia cuestiones de clase social, sino que trata de recoger datos, de exponerlos ordenadamente pero bajo el aspecto de una narración entre histórica y policíaca. No es una crónica, ni se trata de periodismo gonzo, ni de un informe a secas. Es todo eso, pero también es algo más (o algo menos). He ahí lo positivo (y lo negativo) del libro. Más positivo que negativo. De hecho, mucho más. Lo coyuntural del libro, permite, en una lectura entrelíneas, la posibilidad de ampliar sus lecturas, y ver en este libro la huella original de una mutación más global en lo referente al aspecto de las ciudades. Castleman, aconsejado por Margaret Mead a lo hora de emprender este estudio, se dedica a recopilar información, hablar con policías, con grafiteros, con políticos, seguir por la prensa los problemas que causa el grafiti en el marco político, etc.



[Tren entero de los Fabulous Five]


3.
Podrían extraerse muchas lecturas de este libro, precisamente por su carácter descriptivo. En este caso, destacaremos sólo algunas de ellas. El arranque novelesco, con los Fab Five como protagonistas, permite visualizar tanto el ámbito social en el que se va a mover el libro como las intenciones de intervención/transformación propias de los grafiteros. O, mejor, podrían relacionarse. Buena parte de los grafiteros son portorriqueños, o más ampliamente, de origen latino. Otros son negros. Unos del Bronx. Otros de Brooklyn. Una de las cuestiones, precisamente, que relaciona el aspecto social y de transformación urbana que late tras el desarrollo del grafiti es la necesidad de ese hacerse ver tanto por parte de los individuos como de las comunidades. Pero quedarnos en este simple territorio social sería hacer trampa. El grafiti, desde su origen, parece esconder no una necesidad de expresarse (algo que parece demasiado cursi —lo es—) sino la necesidad de ver con otros ojos y desde otra perspectiva el continuo dinamismo de la ciudad. Entre los muchos datos que recoge Castleman no deja de sorprender cómo estos escritores tienden a ver la ciudad como un lugar destinado al movimiento y que este movimiento necesita a su vez de transformaciones visuales. Así, como Baudelaires o Constatin Guys portorriqueños estos artistas se sitúan en las estaciones de tren (o en las calles) y divisan durante horas el paisaje que frente a ellos se desarrolla, observando al mismo tiempo las posibilidad de hacer de ello un territorio más atractivo en su variación constante. “Muchos escritores —escribe Castleman— pasan también mucho tiempo sentados en las estaciones del metro mirando y comentando las piezas pintadas en los trenes que pasan”. Lee, uno de los escritores más conocidos, añade: “Todos los escritores estaban allí porque en las primeras horas de la mañana pasan más trenes”. La idea de permanecer en medio del flujo urbano del metro para ver el movimiento de los vagones parece alimentar a muchos de los primeros escritores.

4.
He dicho “grafiteros”, pero esa no deja de sar una palabra inadecuada. La palabra correcta es escritor. Sí. A sí mismos se denominan escritores. La escritura en su sentido más fuerte, como el hecho de dejar una huella.  Dice Castleman: “cuando ellos hablan de sí mismos, utilizan la palabra “escritores””. La escritura como imagen, entendida ésta como huella. Pero escritura desprendida. Pero ¿quién fue el primero? No hay dudas: Taki 183. Él fue el primero. desde finales de los sesenta se dedicó a escribir su nombre por toda la ciudad. ¿Por qué? Los resultados de una investigación realizada por el New York Times en 1971 revelaban que “Taki era un joven parado de diecisiete años que aquel verano no tenía nada mejor que hacer que andar pintando su nombre allí por donde pasaba”. En una especie de compulsión gráfica, Taki 183 reconoce, tiempo después, que no puede dejar de escribir allí donde va. Es más, añade: “no podría retirarme nunca… además… esto no hace daño a nadie. Yo trabajo, pago mis impuestos. ¿Por qué tienen que meterse con las más inofensivos? ¿Por qué no se enfrentan con las compañías de publicidad que llenan el metro de pegatinas en las épocas de elecciones?”

5.
Otro de los momentos importantes del libro es igualmente el proceso por el cual Castleman disecciona tanto el concepto de escritura como de escritor.  La escritura tiene la forma de una huella, de un indicio, de un hacerse ver. Pero ese hacerse ver en la escritura implica un doble movimiento: la cantidad y la calidad. Visibilidad en aumento y estilo en la composición. El estilo es importante, pero como señala Tracy 168, “el estilo no significa nada si tu nombre no aparece con frecuencia. ¿Cómo va a conocer la gente tu estilo si no ve piezas tuyas?”.  Esto genera debates en el mundo —tremendamente jerárquico— del grafiti. Parece, sin embargo, que la cantidad de veces que tu nombre aparece en el metro o en cualquier otro lado es más importante que la calidad de la escritura. De esta forma surgen lo que se denomina “throw-ups”, es decir, “potas”. El escritor que más veces escribe su nombre en una línea recibe el título de “rey de la línea”. Esto ha hecho que las “potas”, es decir, escritura chapucera y sin estilo, llena de churretones y sucia, pase de ser censurada a ser incluso alabada. De todos modos, no puede olvidarse que la fama (cuestión central para los escritores) se alcanza quizá —o eso parece— por el camino del equilibrio, como parece buscar el mencionado Lee, de los Fab Five. De Lee, P-Body dice lo siguiente: “Su estilo es el mejor de la ciudad. Además es un tío que se hace ver cantidad”. Escribe Castleman: “Los pintores especializados en vagones enteros, como Lee o Blade, calificaban abiertamente la “pota” de “montón de basura” y empezaron a lamentarse de que la popularidad que estana alcanzando suponía la muerte del grafiti”

6.
[ejemplo de "pota"]

Escritores, estilo, cantidad, fama… Castleman lo tiene claro.  A pesar de su pulcro descriptivismo parece que en ocasiones hace decir a sus interlocutores lo que él está deseando que digan. Es así cuando uno de ellos describe cómo todos esos elementos (desde el mismo concepto de escritor hasta el de “pota”) forman parte de una realidad lingüística y social propia. Wicked Gary, un escritor de Brooklyn, dice lo siguiente: “Era un sistema de comunicación e interacción totalmente diferente de aquellos que estábamos acostumbrados a manejar en la vida normal, como la lengua, el dinero u otras cosas por el estilo. Teníamos nuestras propias palabras, nuestra propia tecnología, nuestra propia terminología. Las palabras que utilizábamos significaban cosas que nadie salvo nosotros podía identificar. […] Todo ello era algo exclusivamente nuestro”.  El sentido de comunidad socio-lingüística se hace evidente a lo largo del libro. Bama, junto a Lee, uno de los grandes nombres del libro, lo describe así: “Era divertido… lo más hermoso de todo. No sé, estás allí sentado pintando de madrugada con cuatro tíos más y miras a un lado y al otro y los ves trabajando en una sola meta: hacer que este tren sea más bonito. Hay tanta paz en todo esto. Te inunda ese sentimiento de creatividad, esas vibraciones que emanan de todo lo está sucediendo allí. […] Cuando estás pintando te sientes más cerca de los otros, tienes que confiar en el que está a tu lado, porque cuando tú no estás vigilando, confías en que lo esté haciendo él”.  Castleman lo describe así: “En los primeros días de la historia del grafiti en el metro neoyorquino, cuando los escritores hacían una expedición a las cocheras llevaban lo necesario: unos cuanto sprays y rotuladores. Hoy suelen llevar comida, bebida, hierba, radios, guantes, ropa para cambiarse y, en el caso de que se trate de una pieza grande, maletas o bolsas llenas de pintura”

7.
Robar es importante. Mangar sprays y rotuladores forma parte del rito de los escritores. Castleman describe algunas de las muchas técnicas. Nunca comprar. Y si lo hacen nunca reconocerlo.

8.
Junto al tema de la comunidad, de la convivencia, Wicked Gary se refería a unas palabras propias, a una tecnología propia así como a un terminología propia. Castleman recoge detalladamente todo ello. Tags, potas, piezas (de arriba abajo, de punta a punta), etc. Phase II inventó la llamada  “letra pompa”, así como Pistol I la denominada “letra 3-D”. Es importante saber quién y cómo inventó algo. Es una comunidad, como señala Castleman, donde la fama es importante, donde el novato (denominado “toyaco”) es menospreciado, y donde el hacerse un nombre es clave. Uno de esos nombres es Super Kool. Todos los escritores parecen deberle algo. En 1972 creó la primera pieza maestra. Así la denominaba el resto de escritores. Entre otras muchas cosas Super Kool desarrolló uno de los grandes avances tecnológicos, clave para el desarrollo del grafiti. “Super Kool —escribe Castleman— había descubierto que cambiando la válvula normal del spray por otra más gruesa del tipo de las de los sprays  de espuma o almidón, podía cubrir de pintura superficies más grandes, dándoles además un aspecto aterciopelado, y ello con una sola pasada”. Bama llega a decir que “Super Kool es el padre de todos los escritores del Bronx”, y sobre todo de aquellos que, como Jeff Kool, y otros, tomaron su apellido.  El mismo Bama recuerda cómo Super Kool lograba que sus piezas apareciesen, aunque fugazmente, en películas: “Super Kool aparecía en El exorcista. ¿Te acuerdas del metro que entra en la estación cuando el cura iba a visitar a su madre? ¡Qué estupendo era Super Kool!”.

9.
Los setenta es el década del hacerse ver. En el arte, parece evidente. Es la década en la que el feminismo introduce el debate de la visibilidad en los espacios del arte contemporáneo. Es una década de protestas y de visibilidades. Estos escritores no pretenden menos. Se trata de hacerse ver en todos los sentidos posibles de la expresión. Desde la teoría del arte uno de los aspectos más destacables —aunque el autor con su fantástico temple no entre en ello— es el de los límites del trabajo de estos escritores. De los límites, me refiero, entre arte y no-arte. De la línea de tensión que se crea entre la acción (o el happening según indica Castleman), el deseo, la intención y la recepción del trabajo de estos escritores. ¿Es posible generar un espacio de disrupción para estos escritores dentro del mundo del arte de los setenta? No queda claro del todo el marco artístico desde el cual estudiar el fenómeno del escritor de grafiti. A pesar de ello, a lo largo del libro no se aclara. Ni mucho menos existe esa intención en Castleman (afortunadamente). Ahora bien, en las diversas declaraciones de los escritores (y adyacentes) podemos leer la constante búsqueda de un lugar para el conflicto.  El arte —como institución impermeable— aparece ahí, frente a ellos, como territorio para compararse y abastecerse, para despreciar y aprovechar su mercado.  Los mismos escritores son los primeros en establecer metáforas: el vagón de metro como un cuadro en movimiento, el metro como una exposición en tránsito.  El mencionado Lee, tras pintar su primer tren entero afirmaba lo siguiente a Castleman: “Fue maravilloso. Parecía una exposición. Había un montón de gente mirándolo y, cuando el tren arrancó, sacamos la cabeza entre los vagones y dijimos: “¡Fabulous Five!”. Había allí escritores y dijeron: “Miradlos. Ahí van””.  En un momento dado Castleman lanza el tema: “Suele ser bastante frecuente que los escritores sean aficionados al arte. Muchos de ellos, a fuerza de dibujar en sus “cuadernos negros”, desarrollan técnicas de dibujo de lo más depuradas y confiesan que les gustaría abrirse camino como dibujantes […]. La mayoría de los escritores muestra un gran interés por todo lo relacionado con las técnicas de la ilustración gráfica, la fotografía, la caligrafía, la impresión y la pintura. La historia del arte también suele atraerles, y hay algunos escritores que cuando quieren crear nuevos diseños para sus “piezas” buscan la inspiración en los libros y los museos. En el caso de Lee y Fred, esta atracción dio lugar a un profundo sentimiento de identificación con ciertos artistas del pasado”.  Es esta tensión abierta entre el acto de escritura como ejercicio o acción urbana y la posibilidad de su institucionalización o su mercantilización algo que en parte ocupaba a los escritores en los primeros setenta. Y es eso lo que, en cierta medida, está detrás del surgimiento de las dos grandes asociaciones de escritores: United Graffiti Artists (UGA) y el Nation of Graffiti Artist (NOGA). Por resumir, fijémonos en el UGA. En este caso Hugo Martínez, un licenciado en sociología en el City Collage de Manhattan, figurará como propulsor de iniciativas tendentes a pasar el graffiti al lienzo y del vagón a la sala de exposiciones. A pesar de ello, los propios escritores consideran este tránsito como gratificante, aunque en ocasiones excesivo. Bama lo cuenta así: “Fue estupendo. Intentaban enseñarnos arte, nuestra herencia cultural, pero lo hacían de una manera tan cursi que aquello era más de lo que podíamos soportar”. En cualquier caso, añade el mismo Bama, tras las exposiciones “nos tranquilizamos y empezamos a considerarnos artistas de verdad”.  Castleman habla de su caso en concreto: “Aunque muchos escritores hablan sobre la posibilidad de seguir una carrera relacionada con el arte, en realidad son pocos los que llegan a acudir a las escuelas de arte, y menos todavía los que logran ganarse la vida como artistas. Un ejemplo notables es Bama, que siguió estudios en el Pratt Institute de Nueva York y hoy es un dibujante de dibujos animados en una compañía especializada en anuncios de televisión”. No es fácil cerrar este tema. Y a día de hoy, incluso, la institución arte —sea lo que sea— tampoco parece tenerlo claro.

10.

Es Getting up, aunque pueda no parecerlo, un libro con muchas lecturas e implicaciones bien diferentes. Con todo han de quedar necesariamente  muchas cuestiones en el aire, que quizá en otra ocasión puedan desarrollarse y que no son menos importantes. Por ejemplo, la relación de los escritores con la política, o mejor dicho la obsesión de los políticos de Nueva York por erradicar la “enfermedad del graffiti”. Esa obsesión por erradicar el graffiti conllevará un gasto excesivo para las arcas públicas, cuantificable en millones de dólares. Tampoco hemos hablado de las declaraciones de dos de los policías de la brigada antigrafiti que a fuerza de detener a los jóvenes acabaron por contraer con ellos una extraña y delirante sensación de dependencia. Así como otros temas, tratados y documentados de forma ejemplar por Castleman, como por ejemplo el tema de las bandas de escritores y sus relación (o no) con las bandas más violentas tanto del Bronx como de Brooklyn. En definitiva, un libro o un documento cuyo desarrollo permite al lector introducirse en un momento histórico y social clave para la transformación de la ciudad contemporánea. Es este libro un documento (y un acta) de esa mutación.

jueves, 13 de septiembre de 2012

POR OTRO APROPIACIONISMO. FRAGMENTOS DESHILACHADOS DE UN DISCURSO EN PROCESO SOBRE EL APROPIACIONISMO ACTUAL



    Hace justo ahora treinta años un sorprendido Douglas Crimp publicaba un artículo titulado “La apropiación de la apropiación”. En este artículo abordaba, precisamente, el modo en el que las instancias artísticas e institucionales se “apropian” del  “apropiacionismo”. Su tesis era simple: la apropiación como práctica y estrategia ha mutado en estilo, peligro del que ya avisase Duchamp en sus escritos, y que implica la transformación del apropiacionismo en estilo museístico. Y la transformación de una práctica crítica en un estilo implica la claudicación de esa práctica. O dicho de otra forma: alejado el apropiacionismo de su sentido crítico (y de su propia historicidad) lo que tenemos es simple y llanamente un nuevo manierismo, fácilmente manipulable. Escribía Crimp en 1982: “La estrategia de la apropiación ya no evidencia una posición con respecto a las condiciones de la cultura contemporánea. […] La apropiación, el pastiche, la cita; estos métodos se extienden a casi todos los aspectos de nuestra cultura, desde los productos más cínicamente calculados de la industria de la moda y el entretenimiento hasta las actividades críticas más comprometidas de los artistas. […] Si todos estos ámbitos de la cultura utilizan esta nueva operación, entonces dicha operación no puede ser índice de una reflexión específica”. Curiosamente treinta años después la apropiación se ha mistificado a través de la figura del DJ, por ejemplo, que en lugar de desarrollar un sentido crítico del apropiacionismo (lo cual implica una crítica a la orginalidad así como del concepto de autoría) ha aceptado su papel de autor, su ascenso a lo aurático. Treinta años después, el apropiacionismo es más estilo, más manierismo, que nunca. Basta leer algunas páginas del libro de Kenneth Goldsmith titulado Uncreative Writing para ello. Se desactiva la parte crítica del apropiacionismo (y del situacionismo) y la apropiación se convierte en ejercicio lúdico, apenas indiferenciable de los mecanismos de la publicidad, los medios, el mercado o los centros cívicos.
         [...]
      La desactivación del apropiacionismo —intuía hábilmente Crimp hace treinta años— vendría por este camino, por el hecho de su transformación en estilo, deshistorizado, alejado de su sentido como estrategia. Jacques Rancière ha incidido en ello igualmente, al hablar de el apropiacionismo actual como una mezcla de “expositor místico” y de “forma lúdica sin trasfondo”. Escribe: “El ensamblaje de toda cosa con cualquier otra, que pasaba ayer por subversivo, es hoy en día cada vez más homogéneo con el reino del todo está en todo periodístico y de la comba publicitaria”. De la subversión el apropiacionismo ha pasado a ejercicio de ingenio, a broma conceptual, a connivencia con la mercancía. 
       [...]
     Es necesario, quizá, volver al apropiacionismo por otro camino. Activar sus sentidos estratégicos y derribar su orden estilístico. Trasformar la información. Desordenar. Desactvar. Quizá, digo. O tal vez no. O tal vez cabe pensar, como hiciera Lucy R. Lippard, en la apuesta por el “Caballo de Troya”. Sí. Curiosamente hace casi también treinta años Lippard publicaba “Caballos de Troya: arte activista y poder”, y allí, al principio, escribía: “Tal vez el Caballo de Troya fuera la primera obra de arte activista. Basado por una parte en la subversión y, por otra, en la toma de poder, el arte activista interviene tanto desde dentro como más allá de la fortaleza sitiada en la alta cultura o “el mundo del arte””. ¿El Caballo de Troya como ejercicio y estrategia apropiacionista? [...]