sábado, 18 de febrero de 2012

LA CRÍTICA KITSCH (o el retorno de la crítica conservadora)



Internet ha desarrollado, en el marco de la literatura y de las artes, un modelo de crítica kitsch. Lo kitsch lo tomamos aquí en su sentido primitivo: como aquello que se asienta en su ser efecto puro; como aquello que disfruta (de sí mismo) en el darse como efecto. De esta forma, lo kitsch lo entendemos como el proceso por el cual se acepta como normal en la política literaria del momento elementos que aparecen únicamente con el afán de su efectividad. Dicho de otro modo: lo kitsch es la cultura conservadora del efecto sin contenido, que llevado al territorio de la crítica supone, precisamente, la retirada de lo crítico. Lo kitsch es así el resultado de una forma de entender la literatura (y la crítica) que traslada sus motivos de lo crítico a lo lúdico/cínico. Los modos de esta crítica kitsch se basan en la idea de que a través de un "decir directo", sin concesiones al lenguaje teórico, se “reseñan” novedades asentando su lectura sobre un criterio de verdad (no argumental) que hace del cinismo su forma. Esta visión degradada de la práctica crítica se opone vigorosamente a la idea misma de análisis crítico, ya que no es más que una declaración de presencia que sólo denota la ambición de ser reseñado. [Ejemplos evidentes de nueva crítica kitsch: http://lectormalherido.wordpress.com/, http://lamedicinadetongoy.blogspot.com/ ] Por otra parte, algunos escritores (y esto es quizá lo más delirante) han hecho de este modelo de crítica conservadora (en su degradación de la crítica) un modo de medir el espacio literario que ocupan, es decir, tienen en cuenta el fenómeno sainetesco de esta crítica como destino, incluso como referencia. Cuando Walter Benjamin decía aquello de que “sólo los tontos se lamentan de la decadencia de la crítica”, no se refería a esta caída en lo kitsch, sino precisamente a su superación, ya que esta crítica  —aunque aparente lo contrario— es más conservadora que la crítica académica. La red, por lo tanto, ha introducido a personajes (retro)críticos que han hecho del efecto su reino y que, además, un coro de escritores ha legitimado sus formas haciendo que algunos de esos críticos kitsch aparezcan en las listas blogs literarios más importantes

       A través de su intento de cuestionar a la crítica académica [ese extraño fantasma al cual es tan fácil atacar y que nadie sabe muy bien definir]  desde las posibilidades de Internet se ha creado un nuevo alejandrinismo cool, más peligroso y conservador incluso que buena parte de la crítica académica (a la que supuestamente cuestiona). Ahora bien, este conservadurismo se disfraza con una retórica cool (cínica y prepotente) que alienta, supuestamente, una nueva forma de acercamiento a la obra (y al lector). Situémoslo históricamente, apuntando el mencionado sentido conservador de esta critica kitsch. En Crítica y verdad, un texto de los años sesenta, Roland Barthes cuestionaba a la crítica académica apuntando que ésta se asentaba, fundamentalmente, sobre los siguientes pilares clásicos, inamovibles e incuestionables. Es decir, la crítica académica se asentaba sobre: a) una presunta objetividad, b) la verosimilitud, c) la claridad y d) la asimbolia. Según “lo académico” toda crítica que pretenda superar estas cuestiones es despreciable. No deja de ser curioso que esta crítica cínica que tanto éxito tiene ahora en Internet, y sobre todo entre algunos escritores, retorna —paradójicamente— a la fórmula clásica pero a través del disfraz de lo no-académico. De esta forma, la crítica kitsch (véanse los blogs mencionados arriba), muestra su carácter cercano al más clásico academicismo, aunque pueda parecer lo contrario. Veamos cómo. En estos blogs hallamos una tendencia hacia una peculiar objetividad (a través de la idea de “digo lo que todos piensan”, es decir, se muestran como jueces justicieros de la política literaria). Es igualmente observable una fórmula de verosimilitud (digo lo que es, qué pasa!!!), así como la subsiguiente premisa aparentemente incuestionable de la claridad (fundada en chistes malos y un elaborado tono compadre). Todo ello tendente hacia una concienzuda asimbolia (es decir: teorizar, ir más allá del texto, etc., es hacer castillos en el aire, una “jodida estupidez”, según dicen, o dicho de otro modo: “La teoría literaria es una casa vacía”, como se leía recientemente en uno de esos blogs).
       En definitiva, esta critica kitsch y sainetesca (dadas las consecuencias que en ocasiones implica) se instaura en el mapa literario con pesadez y con una amplia red de seguidores que esperan a ver “qué dicen” de la siguiente novedad, no por lo que digan sino por el efecto que eso implica.
        Es un fenómeno en curso… la retirada de la crítica y de la teoría.

viernes, 10 de febrero de 2012

TIPOS IMPORTANTES QUE SABEN DE ESTO ( O “¿Quién diablos quiere escuchar hablar a los actores?”,)




Corría el año 1981 cuando un joven Bill Gates afirmaba que nadie necesitaría en el futuro ordenadores personales con más de 640 Kb de memoria. Fue también Gates quien predijo en 2004 que en 2006 habríamos resuelto definitivamente el problema del spam. El ser humano es un ser proyectivo, establece historias sobre las cuales construye su propia historia. ¿Quién no lo ha hecho? Podemos recordar algunas de predicciones interesantes que dan forma a lo que pudo ser la realidad. En el año 1899, en el Literay Digest se publicó la siguiente noticia: “Está claro que el automóvil nunca gozará de un uso tan común como la bicicleta”. En el año 1876, un directivo de Western Unión rechazó el recién aparecido teléfono y dijo: “Tiene demasiados defectos para considerarlo un medio de comunicación. Intrínsecamente, carece de valor para nosotros”. Y otro: “Las personas bien informadas saben que es imposible transmitir la voz por cable”. En 1927, cuando se proyectaba incorporar el sonido al cine, un directivo de la Warner Bros., exclamó: “¿Quién diablos quiere escuchar hablar a los actores?”, y rechazó la nueva tecnología. En fin… Y en tiempo de crisis, la palma se la lleva Irving Fischer, un economista de Yale, quien una semana antes del crac del 29, dijo: “Las acciones han alcanzado lo que parece un nivel permanentemente elevado”. Y volviendo al mundo informático. En 1943, Thomas Watson, presidente de IBM, dijo: “Creo que quizá podamos vender cinco ordenadores en el mundo”, o la revista Popular Mechanics, quien predijo en 1949: “Es posible que en el futuro, los ordenadores no pesen más de 1,5 toneladas”. O el grandísimo Ken Olson, fundador de Digital Equipment Coroporation, quien en 1977 dijo: “No existe ningún motivo para que alguien quiera tener un ordenador en su casa”. Aunque para visionarios la compañía Decca que rechazo en 1962 a un grupo de Liverpool afirmando que “no nos gusta cómo suenan; además, la música de guitarra ha dejado de ser popular”. Esto es sólo un ejemplo del empeño del ser humano por adelantarse a su tiempo. Es lo que tienen las generaciones.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Una lectura en proceso de "El lectoespectador" de VLM







     La urgencia de un presente aparentemente tan variable como el nuestro debería incitar —o eso parece— a la reflexión. En este sentido, guste o no, la aportación de Vicente Luis Mora en el panorama literario español es innegable. Desde su ensayo Singularidades ha tratado obstinadamente de señalar, apuntalar, resituar —desde su particular punto de vista, eso sí— los marcos de referencia para un nuevo (y personal) mapeado del hecho literario en España. Si en aquel libro el lugar central lo ocupaba la revisión de cierta poesía como superación de la “normalidad”, desde entonces a esta parte se ha internado de un modo más preciso en el estudio de cómo las nuevas tecnologías se involucran en los procesos de creación y recepción de la obra literaria. Ahora bien, tanto por ser referencia indispensable como por su intento de ahormar desde una conceptualización propia y personal el presente artístico-literario, su trabajo no está exento —al contrario— de una frontalidad crítica. Es más, he de suponer, y por eso escribo estas líneas, que su deseo es que los lectores de su último libro, Lectoespectador, no se queden como estaban.
    Así, a la hora de plantear una crítica de este libro, uno puede optar o bien por aceptar su terminología o bien por cuestionarla. O bien, es cierto, cabe otra perspectiva: aceptarla para cuestionarla. Lectoespectador, desde esta idea, tiene una línea central de argumentación: vivimos en un tiempo nuevo que requiere ser pensado de nuevo y donde los escritores buscan nuevas formas de entroncar lo literario con lo tecnológico, y lo hallan dentro de un nuevo tiempo y un nuevo estilo (o genero) denominado pangeico.  Pero, aceptando que estemos en un tiempo diferente (algo que puede parecer evidente), de esa premisa ¿hemos de deducir necesariamente un nuevo estilo? Esa sería una primera cuestión: la conexión entre época y estilo. Recordemos lo que decía Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre: “el artista es hijo de su tiempo, pero ay de él como se convierta en su discípulo”. Es evidente que el cambio que se ha producido en el marco de las nuevas tecnologías en los últimos años afecta a la literatura a muy diversos niveles —y de ello da buena cuenta el autor no sólo en este libro sino en su blog y en otros trabajos anteriores—. Ahora bien, que un hecho como éste, que tiende a ampliar nuestras fronteras creativas y receptivas, genere un estilo cerrado, conceptualizado (y conceptualista), es lo que puede llegar a cuestionarse.

     Mientras leía este libro, y tras una conversación muy reciente con el autor, así como tras la revisión de algún otro texto suyo, he recordado un fragmento de Bouvard y Pécuchet de Flaubert. Escribe éste: “Entonces sienten [Bouvard y Pécuchet] la necesidad de hacer una taxonomía, realizan tablas, oposiciones antitéticas tales como “crímenes de reyes y crímenes de gente”, bendiciones de la religión, crímenes de la religión. Bellezas de la historia, etc.; a veces, sin embargo, encuentran verdaderos problemas para colocar cada cosa en su lugar y sufren por ello”. Y eso, es decir, la necesidad de orden compulsivo (y sufrir por ello), es lo que en principio más me llama la atención de su trabajo. Un orden que no tiende a lo académico —no se trata de taxonomías científicas— sino de la necesidad de un orden que permita capturar escenas, nombres, situaciones. Recientemente Enrique Lynch, en su reseña del libro para un suplemento cultural, hablaba de cierto desorden en la composición del libro. En realidad, mi hipótesis es la inversa (y creo que de eso no se da cuenta Lynch): es el exceso (obsesivo) de búsqueda de un orden lo que otorga esa apariencia de desorden. La cuestión para el autor parece ser: ¿cómo construir otro orden conceptual? A lo que se puede responder: ¿para qué queremos ese orden conceptual? ¿por qué no construir reflexiones —micrologías— desde las propias derivas de las obras en lugar de tratar de subsumir éstas bajo conceptos más generales cuyo destino es, finalmente, dejar fuera elementos marginales? ¿No se está cayendo —de modo paradójico— en esta pretendida huida del fantasma conservador de lo académico en un nuevo academicismo igualmente conservador?
      A partir de esta idea, uno de los elementos conflictivos del texto sería, precisamente, el método. Un sistema crítico —que parte de la idea de repensar lo nuevo desde lo nuevo— se funda —paradójicamente— en la necesidad de crear cajones perfectamente delimitados para poder pensar desde ellos. Un posicionamiento de corte idealista que presupone la subsunción de los fenómenos a una idea o concepto superiores. Así divide el espacio-tiempo histórico en tres: tardomoderno, posmoderno y pangeico (el último asume y supera los anteriores). Él mismo reconoce que no se trata de una simple secuenciación temporal, sino que en el ahora conviven los tres estadios. Sin embargo, considera que a pesar de esa convivencia, la ultimidad histórica —como escalón más alto en el podium— es posesión pangeica, tildando de anacronismo a los anteriores. Por lo tanto, el punto de partida del autor es puramente historicista, asentado sobre una línea temporal donde una cosa se sitúa detrás de la otra, y donde hay un final —aun por descubrir—. O dicho de otro modo, un retorno a eso de que las artes, como las ciencias, progresan, y progresan hacia un fin y por lo tanto esconde una teleología, una causa final. Aceptar este presupuesto sitúa la obra en una lectura modernista del presente, que trata de lo nuevo con lo nuevo como si fuesen avances científicos. O dicho de otro forma, no estaríamos hablando realmente de un cambio sino de una reseteado del presente con un ordenador  (método) del pasado. Lo paradójico reside en afirmar que no existen nombres/conceptos para el presente, que hallar esos nombres es algo estrictamente necesario (¿?) y, sin embargo, utilizar métodos tardomodernos para encontrar ese nombre. W. J. T Mitchell lo expone mucho mejor que yo, a la hora de hablar de esta tendencia a compartimentar/empaquetar: “[se trata de un típico] historicismo ritualista, que siempre confirma una secuencia principal de períodos históricos, una narrativa dominante canónica que nos lleva hasta el momento presente, y que parece incapaz de registrar historias alternativas, contra-memorias o prácticas resistentes. "La comparación interartística" sufre, en pocas palabras, de la comparación, de la artimaña, y de la incapacidad de hacer nada que no sea confirmar versiones recibidas de la historia cultural”.
     
Este método moderno e historicista incluye, a su vez, una tendencia moral (inherente a ese historicismo tardomodernista que late en su método). Leamos algunas líneas: “Ha llegado el momento de […] elegir un nombre cualquiera para definir esa realidad” (p. 22). Cierta retórica determinista: ha llegado el momento de elegir. ¿Nombrar ese algo nos permite profundizar más? Etiquetar. Catalogar ¿no es volver a la vieja imagen de lo canónico? ¿Realmente existe por parte de los artistas esa necesidad de elegir un nombre para definir y definirse? Más adelante: “Existe una confusión en el imaginario que no permite  a algunos ver donde están las realidades que pueden y deben ser bien utilizadas y dónde se hallan las que deben ser combatidas” (p. 32). Por tanto hay que portar la antorcha conceptual que alumbre “éticamente” eso: hay una confusión entre el bien y el mal, y sólo aquellos que tienen talento (retórica aurática de “el elegido”) pueden salir airosos. “Comienza a ser necesaria una poética, una teoría estética que conjugue todas estas nuevas realidades y su diálogo con las realidades artísticas” (p. 57). De nuevo la idea de “necesidad”, de urgencia por dar un nombre total, último, absoluto, como si el nombre o el diagnóstico curase la enfermedad. El cleptómano no se cura por saber que es un cleptómano, simplemente si no la conocía ha aprendido otra palabra, nada más. “Desperdiciar las nuevas posibilidades para contar historias es tan desafortunado como aprovecharlas mal” (p. 64). De nuevo la idea del bien y del mal frente al uso de las tecnologías. ¿Existe una forma correcta frente a la cual existen formas incorrectas de usar los recursos tecnológicos? Hay, tal y como he realizado mi lectura (que evidentemente es sólo una posible), una tendencia modernista a confundir el ser con el deber ser. Afirma Vicente Luis Mora que los autores que “conjugan texto e imagen” (p. 153) son la forma alternativa y pangeica a una narrativa convencional, son la alternativa en tanto que “no esquivan el siglo XXI cuando escriben” (p. 153). Ahora bien, siguiendo a Mitchell de nuevo podríamos añadir que “todas las artes son artes "compuestas" (tanto la imagen como el texto). Todos los medios son medios mixtos, combinan distintos códigos, convenciones discursivas, canales, y modos sensoriales y cognitivos”. Es decir, podemos considerar que lo extraño es presuponer que existen (o existían hasta ahora) medios puros. ¿Acaso las novelas del Capitán Alatriste de Pérez Reverte no son igualmente, aparte de su carácter escritural, constructoras de imágenes, no son igualmente novelas apropiacionistas de medios visuales que expanden (palabra fetiche) nuestra visón del barroco? Lo que se observa en buena parte del libro es cierto sometimiento al medio, o mejor dicho, dado el carácter moral/formal del uso de las tecnologías, éstas dependen del “talento” y del “buen o mal uso” que haga el escritor de ellas. Ahora bien ¿cómo y quién mide ese talento? Señalar una diferencia entre los escritores (pangeicos y aledaños) del XXI y los tardomodernos anacrónicos (p. 153) en función del “buen” uso de las tecnologías y de la imagen (lo textovisual) me parece una visión de la literatura que en lugar de ensanchar adelgaza el panorama, ya que tiende a levantar diques entre las formas de hacer literatura. El medio no decide la actualidad de una obra. La mayor parte de la “holopoesía” es muy actual en su soporte, pero los poemas —su contenido— no deja de ser becqueriano, o propio de Corín Tellado. El problema de estas taxonomías es la obturación (o eliminación paternalista) de modelos al margen, descolocados, desubicados. Por otra parte, esa literatura pangeica es sólo literatura del primer mundo, por lo tanto sometida al medio y al mercado que suministra el medio, pero éste sería otro tema, es decir, la relación con lo político. (¿Puede un escritor liberiano con tecnología de máquina de escribir—si la tiene— ser pangeico?)
     Según el mismo Vicente Luis Mora las artes deben tender hacia una globalización, hacia una representación global del mundo, pero ¿de qué mundo?, ¿de qué globalización? Escribe muy a lo Bouvard y Pécuchet: “Pangea, la nueva representación global del mundo, parece requerir de un arte que sea global en su interior, de unas novelas que admitan todo dentro de sí” (p. 154). Pangea es una “representación”, antes ha sido una “era”, pero también un “estilo actual”, que requiere un tipo de arte. Más allá de eso quisiera centrarme en esta idea de conexión de las artes. Su propuesta no es sólo metodológicamente moderna sino que igualmente lo es simbólicamente, al proponer una vuelta al wagnerarismo romántico de la Gesamtkunstwerk, esto es, de la obra de arte total. Dicho de otro modo, ¿puede entenderse Pangea como un nuevo romanticismo? En cierto sentido sí. Escribe el propio Vicente Luis Mora: “Es decir, gracias al e-book la literatura va a ser una forma de arte total como el cine o la ópera” (p. 111), “la literatura va a ser —o puede llegar a ser— en apenas unos meses la forma de arte total más completa y compleja de toda la historia de la humanidad” (p. 111) y más adelante: “La narración transmedia, típicamente pangeica y deslizante, es la primera que permite imaginar a la literatura como un arte total, del modo en que antes lo eran el cine o la ópera” (p. 151). ¿El cine y la ópera han sido realmente obras de arte total? Y si lo han sido ¿han dejado de serlo? ¿Necesitamos un arte tal en nuestro presente histórico? ¿A qué tipo de globalización hace referencia? Son muchas preguntas las que se suscitan. No se trata sólo de una presunción historicista sino que igualmente esa presunción implica, solapadamente, que existen “medios puros”, que existen medios visuales y medios textuales. Es decir, que frente a la pureza del medio ahora, los escritores del siglo XXI, la literatura pangeica, rompe esos límites al expandir su territorio creando obras globales.
      Para apoyar su hipótesis desarrolla la idea de un “nuevo conceptualismo”, y con esto quisiera acabar. Nos señala en el texto que él mismo tuvo una epifanía  (p. 115), y que de pronto encontró un vínculo entre el arte conceptual de los sesenta-setenta y la literatura actual, y lo hizo “recorriendo manuales de arte contemporáneo” (p. 115). Bien, esto es complejo y tiene que ver con el objetivo empaquetador. Empaquetar métodos, conceptos, tendencias y subsumirlos bajo conceptos tiene problemas, ya que se dejan cosas al margen, y lo más complicado, se deshistorizan los fenómenos. El arte conceptual no se cierra en una sola determinación y vincular la situación ahora de los escritores a dos artistas a modo de ejemplo —de por sí disímiles— como Joseph Kosuth y Dan Graham (p. 117) lo complica aún más. Deshistorizar el arte conceptual y tratar de trasplantarlo a la literatura es algo así como un manierismo. El conceptual surge en un determinado momento, en un contexto artístico clave, en respuesta a determinadas formas estéticas preponderantes y bajo unos planteamientos heterogéneos. Bien es cierto que los artistas conceptuales toman las riendas del pensamiento (como señala el propio Vicente Luis Mora), pero de ahí a presuponer que el escritor de hoy se emparenta (por ello) con los antes mencionados es mucho más difícil. Por otra parte, el conceptual no se puede reducir tan sencillamente. Es decir, por un lado, resulta curioso cómo —y de ello da buena cuenta  el clásico de Lucy Lippard Six Years: the desmaterialization of the art object from 1966 to 1972 (1973)— los artistas conceptuales sienten un verdadero hastío hacia la imagen entendida como efecto —todo lo contrario que el escritor pangeico que ve en la imagen un vehículo narrativo autónomo—. El artista conceptual (el lingüístico-tautológico, como lo describe Simón Marchán Fiz) tiende, precisamente hacia el lenguaje devaluando el poder de lo perceptual. El citado Kosuth, en su Art after Philosophy, señalaba que la desvalorización de todo componente estético-perceptivo favorece la reducción a lo mental, algo opuesto, evidentemente y según creo, a la propuesta de Vicente Luis Mora. Desde mi punto de vista, el modo en el que —en su origen— el arte conceptual utiliza la imagen difiere del modo formal en que el escritor hoy que describe Vicente Luis Mora la utiliza, ya que para éste no es mera documentación sino búsqueda de un efecto perceptual-narrativo. Pensemos en el trabajo que Art & Language presentó en 1972 en la Documenta; un trabajo compuesto por una serie de ficheros que contenían múltiples proposiciones que podían conectarse o excluirse de varios modos. Etcétera, etcétera. Por otra parte, esta reducción/simplificación del arte conceptual a un “estilo” que mezcla imagen y texto y que los artistas lo hacen con fines teóricos-perceptuales, mengua por completo su sentido original, que nada, o muy poco, tiene que ver —insisto: desde mi punto de vista—- con esa literatura pangeica. Una reducción que deja fuera (¿o no?) la parte política, por ejemplo, de Martha Rosler o, sobre todo, de Hans Haacke, donde ahí sí se conjuga magistralmente la imagen, el texto, la acción, la expansión conceptual, etc. Pensemos en una obra como la que dedica a Shapolsky en el año 1971. ¿Sería entonces Haacke un artista pangeico? En cualquier caso, muy acertadamente, Vicente Luis Mora se da cuenta del problema y señala (p. 121) que el trabajo a partir de estas ideas conceptuales implica saber manejarse para no caer en el simple ingenio (broma conceptual) o en lo naif, algo habitual entre algunos escritores de la lista pangeica que el propio autor desglosa. En cualquier caso, me parece poco afinado por el momento una conexión entre ambos territorios. Para darse esta relación, quizá, debiera partirse no del efecto (es decir: el uso de las imágenes, documentos, etc.) sino de la causa del arte conceptual (y de un nuevo conceptualismo, en este caso): el cuestionamiento de la institución Literatura, así como de conceptos-prurito como creatividad u originalidad, el replanteamiento de las políticas literarias, etc.
            En definitiva, es El lectoespectador un libro que pone sobre la mesa una enorme cantidad de cuestiones (muchas más de las que aquí es posible tratar) que pueden dar para muchas lecturas y conversaciones. No se trata de rechazar esta propuesta sino de extraer consecuencias útiles para nuestro presente crítico, que creo que es de lo que se trata.


[Originalmente publicado Aquí ]