jueves, 29 de septiembre de 2011

EL ARTE DE SER TU PERRO NOTAS PARA UNA LECTURA FETICHISTA DE MIGUEL HERNÁNDEZ

[En imitación de Raúl Quinto copio mi texto sobre Miguel Hernández y su podofilia aparecido en No sabe andar despacio (CEDMA, 2010) y coordinado por el gran Jesús Aguado]


I wanna be your dog.
Iggy and the Stooges


Uno. Los pies han sido siempre paradigma del fetichismo. Tus pies, los pies del otro como símbolo o como llave de una sexualidad latente pero que jamás acaba por cumplirse. La forma de un pie, su delicadeza, su tacto, su movimiento, su sabor… La llamada podofilia afecta, es cierto, sobre todo a los varones. Apenas hay mujeres que desarrollen este tipo de fetichismo. Entre los podófilos en el mundo literario hay, para mí, uno enigmático: Frenhofer, el pintor protagonista de la novela corta de Balzac La obra maestra desconocida. Cuando el joven Poussin y su acompañante acuden al estudio de Frenhofer con la promesa de éste de observar esa obra única que el pintor escondía, una obra sobre la que llevaba años trabajando, cuya belleza superaría todo lo visto hasta entonces, una belleza tal que se confundiría con la realidad misma, contemplan en su lugar un amasijo de colores sin sentido, manchas que nada muestran. No hay nada que ver, afirman. Sin embargo, en una esquina, apenas perceptible, asoma lo que parece un pie. Un pie minúsculo pero, eso sí, extremadamente hermoso.
 
Dos. En El rayo que no cesa leemos lo siguiente: “Por tu pie, la blancura más bailable, /  donde cesa en diez partes tu hermosura, / una paloma sube a tu cintura, / baja a la tierra un nardo interminable”. En este poema, como en la mayoría de los poemas del libro, el tema del amor es evidente. Pero el amor es simplemente una palabra vertedero dentro de la cual pueden surgir interminables laberintos, bifurcaciones. Por ejemplo, ante estos versos, en muchas ocasiones, se ha centrado gran parte de la crítica —con razón— en el hecho de que en este poema se produce en Hernández una mutación al usar el blanco y la blancura como motivo. Blancura, nácar, paloma, etc., frente al uso de motivos lúgubres anteriores. Y sí. Es cierto. Sin embargo, ahora, desde esta mala-lectura que propongo, lo más interesante de este poema resulta de esa obsesión por los pies como motivo amoroso y fetichista en Miguel Hernández. El punto de partida del festín amoroso de Hernández se inicia desde abajo, “donde cesa en diez partes tu hermosura”. Leamos completo el soneto para observar el proceso:

Por tu pie, la blancura más bailable,
donde cesa en diez partes tu hermosura,
una paloma sube a tu cintura,
baja a la tierra un nardo interminable.

Con tu pie vas poniendo lo admirable
del nácar en ridícula estrechura,
y donde va tu pie va la blancura,
perro sembrado de jazmín calzable.

A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar me arrimo y desarrimo
y al redil de su planta entrar procuro.

Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro.

Hay una evidencia total de esa “violencia” amorosa en ese pie final que pisa un corazón maduro, como quien pisa un tomate y hace estallar su jugo. En este poema el pie de la mujer no cede ni pierde ante ninguna comparación. Utilizando palabras kantianas diríamos que es sublime. Deja al nácar en “ridícula estrechura”. Pero, por otra parte, ese pie se hunde constantemente en la blanda disposición de su amante, que no es sólo algo maduro ya, sino que su amante parece transmutar en mar, espuma y en arena, elementos blandos y moldeables, para aceptar, al final del primer terceto, desear estar “al redil de su planta”, humillado y feliz.

Tres. Ahora bien, si hablamos de fetichismo del pie y, en general, de masoquismo, evidentemente tenemos que citar la Venus de las pieles de Leopold Sacher-Masoch, donde leemos: “Su mano derecha jugaba con una fusta, y su pie, desnudo, reposaba descuidado sobre un hombre, tendido ante ella como un esclavo o un perro; y este hombre, de rasgos acentuados, pero de buen dibujo, en los que se leía una profunda tristeza y una devoción apasionada, alzaba hacia ella los ojos de un mártir, exaltado y ardiente. El hombre, taburete vivo bajo los pies de la mujer, no era otro que Severino, pero sin barba, con lo que parecía tener diez años menos”. Un pie desnudo que reposa —despectivo— sobre un hombre despreciado el cual lo acepta y lo venera como un perro acepta cualquier cosa de su dueño. Ese hombre podría ser el protagonista del poema anterior de Miguel Hernández, aunque quizá, no sólo de ese poema, como veremos a continuación.


Cuatro. Ignoro si Miguel Hernández leyó este libro de Leopold Sacher-Masoch. En cualquier caso siempre ha venido a mi cabeza desde que, hace ya años, leí por primera vez el poema que arranca así: “Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame”. Estos tres versos, no me importa decirlo, son para mí los mejores del libro. La aceptación desde el inicio de su condición de barro frente a la amada es similar a la que sufre el personaje de Severino en la Venus de las pieles. Éste, en el contrato que firma como esclavo de Wanda, cambia su nombre por el de Gregorio aceptando su nuevo papel sumiso ante su dueña, la cual le pone sus pies encima. Con dicho contrato “se compromete a satisfacer sin reservas todos los deseos de la susodicha señora, su dueña, obedeciendo todas sus órdenes, siéndole humildemente sumiso, considerando cualquier merced que reciba una gracia extraordinaria”. ¿No será este poema de Miguel Hernández un contrato similar?

Cinco. Sigamos leyendo:

Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.

Como un nocturno buey de agua y barbecho
que quiere ser criatura idolatrada,
embisto a tus zapatos y a sus alrededores,
y hecho de alfombras y de besos hecho
tu talón que me injuria beso y siembro de flores.

No cabe duda de la aceptación por parte del poeta de su nueva situación de sujeto a los pies de su amada, no sólo a los pies sino identificado como el despreciable barro que surge en los caminos. Y, como es evidente en la lectura, la imagen podofílica vuelve a surgir: pies y zapatos como elementos clásicos del fetichismo amoroso. E incluso acepta las injurias del talón que acaba por besar. Es decir, hallamos en estos primeros versos no una simple declaración de amor sino, más allá de eso, toda una estética de la humillación.

Seis. Estética de la humillación. Una estética que avanza a lo largo del poema como el pie de la amada sobre el barro:

Coloco relicarios de mi especie
a tu talón mordiente, a tu pisada,
y siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto.

Más mojado que el rostro de mi llanto,
cuando el vidrio lanar del hielo bala,
cuando el invierno tu ventana cierra
bajo a tus pies un gavilán de ala,
de ala manchada y corazón de tierra
Bajo a tus pies un ramo derretido
de humilde miel pataleada y sola,
un despreciado corazón caído
en forma de alga y en figura de ola.

Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándole a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.

Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
siempre tu pie de liebre libre y loca.
           
Una estética de la humillación que se dibuja perfectamente a través no sólo de la imagen del barro sino de la aceptación por parte de la voz poética de su condición de ser despreciable y ser despreciado por ese pie que ama. Se denomina “despreciado corazón caído / en forma de alga y en figura de ola”. Y no sólo eso sino que además acepta que al ser pisado, como el barro, se ofrecerá a su amada en carne viva, y pedirá a su amada que le oprima siempre con su pie libre.

Su taciturna nata se arracima,
los sollozos agitan su arboleda
de lana cerebral bajo tu paso.
Y pasas, y se queda
incendiando su cera de invierno ante el ocaso,
mártir, alhaja y pasto de la rueda.

Siete.
Harto de someterse a los puñales
circulantes del carro y la pezuña,
teme del barro un parto de animales
de corrosiva piel y vengativa uña.

Teme que el barro crezca en un momento,
teme que crezca y suba y cubra tierna,
tierna y celosamente
tu tobillo de junco, mi tormento,
teme que inunde el nardo de tu pierna
y crezca más y ascienda hasta tu frente.

Teme que se levante huracanado
del bando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.

Sin embargo, en estos último versos, algo ocurre. Una especie de despertar. Una necesidad de salir de su propia condición perdida. De pronto la amada parece percatarse de que el barro también es capaz de ascender hacia ella, que es capaz de alcanzarla ocurriendo entonces un “amoroso cataclismo”. El barro desaparece con la sequía y ambos pueden quedar atrapados, en algún espacio, en algún lugar, en la nada.

Ocho. ¿Por qué es tan interesante leer mal a conciencia a un poeta? Toda mala lectura es una apertura de significados. La aceptación de que el pasado no es un universo cerrado y causal sino, como bien indicaba Walter Benjamin, una especie de almacén de trapero donde todo está desordenado pero todo, a la par, posee su sentido, nos permitirá actualizar constantemente, sin las gafas pesadas del historicismo, a los poetas del pasado.

Nueve. Los pies de la amada son en sí mismos los portadores del ritmo de este magistral poema. Como si esos versos se hubiesen compuesto mientras ella caminaba y fuese ella la que con sus pies y su látigo moldease el ritmo del barro que es el poema. El propio poeta lo reconoce: “Soy un triste instrumento del camino”.




1 comentario:

camaradeniebla dijo...

El retrato de una obsesión