viernes, 18 de marzo de 2011

ALTA CULTURA DESCAFEINADA [O ¿Hacia un vouyerismo culto?]


ALTA LITERATURA DESCAFEINADA

(Fragmentos divagatorios)

Ninguno de nosotros fue “original” en el sentido romántico que mucha gente asocia a un genio. Sin embargo, la mayor parte de la ciencia, la ingeniería o el desarrollo del software no es realizada por genios, aunque la mitología “hacker” mantenga lo contrario

Eric S. Raymond

¿Por qué molestarse en hacer obras de arte cuando puedes dejarlo, conseguir un trabajo de verdad, disfrutar de mejor nivel de vida y utilizar tu tiempo en sentarte a ver en el vídeo películas estadounidenses súper bien construidas?

The Bank

En la literatura española actual hay una tendencia (un tópico en multitud de entrevistas y textos) a considerar que se han roto las fronteras entre alta y baja cultura, y que de alguna manera la cultura pop ha destruido esa antigua frontera. Pero ¿es esto así? Desde una perspectiva (naif y) un tanto cool es fácil señalar que escribir sobre Belén Esteban o incluir fragmentos de series de televisión o teorizar sobre los Simpson implica una fractura total de esa frontera. Que como buenos multiculturalistas las fronteras han sido derruidas y que ya no hay diferencias. Sin embargo, esta perspectiva cae en esa falacia de la encarnación de la que nos habla Terry Eagleton. Falacia que consiste en creer que por hablar de determinada cosa en determinados términos se está más cerca de esa cosa. Dice Eagleton: "el lenguaje y la realidad no son dos objetos como unos sujetalibros, que se pueden colocar a distinta distancia el uno del otro". En este sentido podemos hablar de la falacia de la frontera traspasada, que consiste en considerar que por hablar de determinada situación o determinado icono pop se está más cerca de lo popular. Esto, como es sabido, es una moda del siglo XIX, cuyos artistas modernos jugaban, como indica Perry Anderson, a “una identificación paródicamente plebeya con los de abajo y con ambiciones de aspirante a entendido respecto a los de arriba”.

Ahora bien, en realidad, en este proceso o estrategia actual, lo que se crea es un tercer territorio, un tercer lenguaje, más allá de la cultura popular y más allá de la alta cultura (entendida ésta como la que permanece fjo en el manual, en el archivo cultural, por utilizar palabras de Boris Groys). Hablar de los Simpson no es romper ninguna barrera entre alta y baja cultura sino crear un tercer territorio, un tercer discurso. En realidad se trata de tres idiomas diferentes que se mezclan pero no se confunden. Los Simpson o el Dexter, por poner dos ejemplos al azar, sobre los que el teórico (o el escritor) escribe no son los mismos "Simpson" o "Dexter" que vemos a la hora de buscar entretenimiento (o que el tiempo se entretenga en nosotros), pero de la misma manera tampoco son los *Simpson o el *Dexter que son considerados frívolos y cínicos por la alta cultura o la academia (extraño fantasma éste al que es fácil golpear pero sobre el que se piensa muy poco). Es decir, más que teorías o poemas o novelas sobre esos objetos pop lo que hace el escritor o el teórico es alegorizar sobre ellos. Sí. Retorna la alegoría. Craig Owens hacia 1980 señalaba en "El impulso alegórico" que la base de la alegoría (en su retorno posmoderno) implicaba la reescritura de "un texto primario". Y añadía: "el significado alegórico suplanta otro significado antecedente; es su suplemento". Ese suplemento es el tercer lenguaje que se construye cuando un autor cree (o pretende) superar las fronteras entre alta y baja cultura. Es decir, crea un reino nuevo donde él es el patriarca, pero no rompe ninguna arcana frontera. Alegorizar implicaría (Benjamin mediante) vaciar de sentido algo para reasignarle un sentido y lugar diferente a ese mismo algo, alcanzando así su sentido suplementario. Y de algún modo —y Owens es un ejemplo— este proceder implicaría que lo que sucede en buena medida en todos los discursos que pretenden superar esa barrera fantasma es algo así como una nostalgia de la posmodernidad, robando palabras al filósofo Domingo Hernández Sánchez. Dicha nostalgia se observa en la tendencia al uso de elementos ajenos a la propia tradición literaria que son introducidos como modo de crear un discurso diferente a partir de la apropiación de técnicas y materiales. En este sentido, uno de los teóricos a los que más se suele recurrir en la literatura actual para defender determinada postura es Nicolas Bourriaud, quien en textos como Estética relacional o Post-producción ha señalado el nuevo camino para el arte contemporáneo en el territorio del montaje. Se trata del uso de materiales para su mezcla y posterior construcción como obra. Proyecto que él señala como prolongación de la modernidad y que en Post-producción describe así: “la modernidad se prolonga hoy en la práctica del bricolaje y del reciclaje de lo cultural, en la invención de lo cotidiano y en la organización del tiempo, que no son menos dignos de atención y estudio que las utopías mesiánicas o las novedades formales que la caracterizaban ayer”. En un reciente texto titulado “Esplendor y ruina de un paradigma: Lo relacional, París-Madrid, Madrid-León”, Juan Albarrán describía perfectamente el cansancio de lo relacional y su sentido nostálgico: “Bourriaud pretende recuperar el proyecto moderno desprendiéndose de dogmatismos ideológicos y lecturas teleológicas al tiempo que da por periclitada la postmodernidad (sin llegar nunca a explicar qué significa para él este confuso concepto). Y sin embargo, el gusto por la cita, por el reciclaje, por el bricolaje cultural, por la apropiación y recontextualización de referentes artísticos, el afán por revestir de una nueva artisticidad elementos que están más allá del espacio sagrado del arte” nos hacen pensar en esa nostalgia de lo posmoderno. Es quizá esa nostalgia, a través de nuevas formas del apropiacionismo lo que vemos, igualmente, en parte de la literatura española actual. Nostalgia de una posmodernidad que no hemos tenido, realmente; nostalgia que adquiere ahora, cuando lo posmoderno se diluye, el rostro o el disfraz del sampler o del dj, pero que no por ello deja de ser nostalgia.

Lo real existente —desde un objeto hasta el diálogo de una serie de tv, o un “trozo” de la wikipedia— es utilizado en la actualidad —en menor o mayor medida— con la firme intención de reconstruir de modo diferente lo real, es decir, con fines artísticos. Dicho uso puede ser sumamente inteligente e importante para nuestra tradición, como ocurre en algunos casos. Sin embargo, la postproducción y su técnica de sampleado (también en su versión literaria hispana) no dejan de ser, como todo lo nostálgico, formas muy conservadoras en un doble sentido: por un lado, en cuanto que eliminan todo sentido crítico de lo usado y, por otra parte, como extensión de esta desactivación crítica, en tanto que tiene un desenfrenado interés por el éxito mercantil. De lo primero da buena cuenta el propio Bourriaud cuando traza su relación con el situacionismo (que es así mismo desmantelado). En las estrategias de intervención, dentro del situacionismo, el desvío y la copia actúan viralmente como modelos de antiideología, negando toda autoridad, así como toda división historicista entre pasado y presente, pero además, esta intervención implica una constante desvalorización del arte, una crítica a sus propios fundamentos. Sin embargo, las estrategias de intervención de la postproducción desactiva por completo la estrategia situacionista volviéndola blanda y, sobre todo, domesticada. El propio Bourriaud lo reconoce: «manipular los procedimientos situacionistas sin pretender la abolición del arte». Esa es la estrategia conservadora. Nada de crítica a la institución ni al mercado artístico ni literario. Más aún, necesidad de él. Desde Duchamp, la apropiación de lo real existente tenía un sentido crítico, o bien hacia el propio arte o bien hacia fuera, la realidad. Sin embargo, estas estrategias de apropiación actual recuerdan mucho a aquel ejemplo que ponía Wittgenstein en las Investigaciones filosóficas, aquel ejemplo del sujeto que se pasaba billetes de una mano a la otra y creía -orgulloso- estar haciendo nuevas transacciones económicas. De esto, precisamente, avisaba Douglas Crimp en los ochenta, al observar el conservadurismo al que se encaminaba cierto apropiacionismo: "la estrategia de la apropiación se convierte simplemente en otra categoría académica -una temática- a través de la cual el museo organiza sus objetos.

Dicha actitud se observa igualmente en la forma algebraica a través de la cual Eloy Fernández Porta define, en Afterpop, la escena independiente: “la escena independiente es el resultado de la presencia y puesta en valor de las obras partiendo de una actitud coolhunter, presuponiendo que su primer destino es el slipstream y manteniendo el mainstream como incógnita, es decir, como factor de oposición que ocasionalmente puede abrir un espacio”. Esto es otra forma de volver a las palabras de Perry Anderson, arriba citadas, sobre la vida moderna: “una identificación paródicamente plebeya con los de abajo y con ambiciones de aspirante a entendido respecto a los de arriba”. O dicho de otro modo: la escena independiente implica la búsqueda de la novedad incansable (espíritu moderno) a sabiendas de que la recepción de tu obra puede ser marginal, condicionada por el hecho de ser una obra ajena a la tendencia central dominante, pero —y aquí viene lo interesante— mirando de reojo a ese mismo mercado (y su pensamiento dominante) por si cabe la posibilidad de que “seas tú” a quien dejen entrar. Es decir, “quiero ser como tú, aunque ahora me rechaces”. O, con otras palabras: puro estado melancólico y domesticado. Por ello el mainstream es una incógnita que puede abrirse ante nuestro estado de melancolía. Y ¿por qué puede abrirse? Porque “el mercado del arte necesita lo marginal para alimentar su ansia de novedad; la fabricación de marginalidad [forma parte] de su negocio”. Así lo describe Julian Stallabrass en su High Art Lite (publicado en España por Brumaria). Es el mercado lo que crea ese margen, esa marginalidad. Pero no sólo crea ese margen, sino que desactiva todo sentido crítico (al mantenernos en estado de melancolía). Y añade Stallabrass, “la determinación de trasladar material de la baja cultura a la alta cultura ya ni siquiera tiene carga política”. Y concluye: “ese trasvase se ha convertido en mero vouyerismo culto”. Como en la parábola de Wittgenstein, nos pasamos el día trasladando cosas de una mano a la otra y pensamos que hacemos un buen negocio. Pero, y aquí queda la incógnita en el aire, ¿que implica todo esto? ¿Hay sólo una lectura negativa? Lo dejamos por ahora con una cita de Domingo Hernández:

"el resultado parece ser la colocación de tal discurso ante dos expectativas: o nos volvemos todos postmodernos, y así podemos seguir disfrutando hasta la extenuación de la multitud de simulacros y redes de signos, o nos convertimos en trasnochados situacionistas guiados por estrategias nostálgicas, románticas y, en el mejor de los casos, utópicas. Y digo el mejor de los casos... porque el peor es evidente: introducirse en la propia dialéctica del espectáculo".

[Este texto forma parte del libro en preparación Alta literatura descafeinada]