lunes, 25 de agosto de 2008

EL POEMA COMO BIOGRAFÍA A LA CONTRA


Carlos Pardo: Echado a perder, Visor, Madrid, 2007.

Desde el romanticismo hay una tendencia general a considerar la creación poética como un renovado encuentro con el mundo. Una renovada forma de entender el mundo que parte de suponer una generalizada experiencia de olvidar lo aprendido, que la mayor parte de los poetas recomiendan a los que aguardan el deseo de volver a hallar un contacto nuevo, ingenuo, con las cosas y con el mundo. Dicho de otro modo, hay la tendencia a considerar el poema como la conquista de la mirada primitiva, originaria y descubridora del ser. Olvidar lo aprendido, lo pactado, conocido y legislado para renovar la experiencia del mundo. “Volver a ser el niño que descubre y nombra las cosas por vez primera y así alcanzar lo inefable”, y en ese descubrir el mundo descubrirnos a nosotros mismos, construir nuestra vida de nuevo. Como bien señala Clément Rosset “este efecto poético de olvidar lo aprendido, por lo general, ha sido interpretado filosóficamente como un acceso místico a la esencia del ser, una especie de contacto inmediato con una intimidad de lo real confusamente representado como la verdad del ser”. No hay más que pensar en la fenomenología de Husserl o Merlau-Ponty. Ahora bien, ¿es esto así de sencillo? Más aún, ¿no ha sido esta idea una hipoteca demasiado pesada para la creación poética? Siguiendo a Rosset, “se puede proponer una interpretación filosófica del olvidar lo aprendido completamente diferente, que hace del edificio y del azar […] el objeto de la contemplación poética. Según esta interpretación, la experiencia de olvidar lo aprendido se limita a olvidar lo aprendido, sin que se obtenga y ni siquiera se busque una visión pura del objeto habitualmente percibido a través de la red de relaciones utilitarias o intelectuales”, es decir, ningún objeto en sí se oculta tras las múltiples percepciones usuales. El poeta se descubre ante el hecho de que lo real es idiota, simple, sin trascendencia. Simplemente está-ahí. Tomemos, pues, el poema de esta forma, como un olvido que reinventa o reescribe sin un plan preconcebido, sin ninguna linealidad ni intención trascendente.
Este es el camino que se nos ofrece en algunas de las propuestas de la poesía española reciente, entre ellas la que nos dibuja Carlos Pardo (Madrid, 1975) en Echado a perder. Los treinta y seis poemas que componen el libro en lugar de formar un alfa y un omega con el interés de cercar el sentido de un yo plenamente dibujado y pulimentado en sus hechos (en busca de una realidad trascendente), trazan un camino lleno de bifurcaciones, desvíos, saltos imprevistos, haciéndonos conscientes de que no hay un camino definitivo y ni siquiera se desea. Olvidar lo aprendido supone olvidar lo aprendido y por tanto el poeta (que no descubre ningún ser en sí detrás de lo visible) lo que nos dibuja es una reconstrucción de su historia sin pautas, sin guiones; es la historia en su puro suceder. Esta, seguramente, es la mayor virtud de este libro: la imposibilidad de su registro en un plano, su carácter impredecible. Es una casa que no acaba de construirse, o quizá que no permite que nos guiemos fácilmente por ella. El poema ilumina una parte de ese yo poético no para enfocar y hacer de él centro de una historia sino para investigar si en los límites, en las afueras de ese yo que ahora escribe cabe aún la posibilidad de una vida, aunque sea a la contra. (La escritura del yo se transforma en azar). El poeta nos vendrá a decir algo tan tremendo e irónico como que la “la vida es mía, sí, pero no me pertenece”. (Los que son como yo / o son yo sobrellevan / cada uno / la carga del más próximo. / Nos deprimimos juntos). Así el libro se abre con lo que aparentemente es un viaje: “Quien regresa / no del desierto / sino del autobús que viaja / de un oasis a otro, / no ha aprendido a callar”, pero que ha de llevarnos a la pregunta por el quién del poema, por el quién del habla. Apunta en un poema posterior: “Nadie pregunta quién pero nosotros, / comparsas del planeta / burgués, comentaristas / del reciclaje, hombres piojo, / medimos la parábola de la próxima elipse / por si acaso quisieran lanzarnos al desagüe / del tiempo / entre los pre y los pos”. No nos cuenta una vida de forma narrativa, lineal, blanda, sino que expresa la tensión misma del vivir, donde la mera anécdota (tan visible en nuestra literatura) se va escurriendo, no se deja atrapar ni identificar fácilmente en la lectura. Cabe recordar el poema cuyo arranque es como sigue: “Yo también fui aprendiz en Barcelona”. Podríamos pensar que acto seguido nos va narrar una historia acerca de las vicisitudes del aprendiz en cuestión, sin embargo se lanza hacia una rememoración abierta, integradora, que deja al lector sin aliento y que rompe por completo esa idea inicial de biografía novelada. Por ello, en un poema posterior señalará: “La biografía nos abandonó”. Esto es, no se trata de que el poeta deje a un lado su claro interés biográfico (un interés visible a lo largo del libro) sino que más bien es la tensión biográfica, su cerco estricto y narrado, lo que expulsa finalmente al poeta, lo que le hace desistir. La biografía se convierte entonces en suceso con fecha de caducidad, algo que se pierde fácilmente, que se reinventa. Es necesario un nuevo sentido de lo biográfico dado que la realidad nos lanza al desagüe del tiempo. En cualquier caso, este aparente nihilismo o pesimismo no permite un desasosiego, una marcada pose de malestar. La insatisfacción es una forma más de estar en el mundo, como cualquier otra e incluso más divertida. Precisamente el último poema del libro traza este hecho como una especie de (contra)poética: “No era yo / ni era el propio lenguaje / quien hablaba, sino un experimento / de humanos con cultura […] / Porque era vanidad / querer narrar la vida / aun más cubierta de su camuflaje […] / y vanidad hablar / del mundo como de la superficie que devuelve el reflejo / de uno mismo asombrado”. El reflejo no desvela una identidad. Y en el mismo poema, y como conclusión al libro Pardo vuelve al principio y si allí afirmaba que “no ha aprendido a callar”, aquí nos desvela al final la causa: “Hablar para salir airoso de la vida / por los caminos del lenguaje. / Y aquí termina la insatisfacción”. El lenguaje es herramienta clave en la construcción de Echado a perder; un lenguaje que atrae hacia el verso ideas dispares, derivas del pensamiento, imágenes sin fondo aparente pero con proyección. Un lenguaje que puede en ocasiones parecer gratuito, pero que encierra elementos importantes para la poética del autor donde la frase común se enzarza en una lucha por alcanzar la sorpresa. Lo cotidiano, la expresión diaria queda superada pero no por un lenguaje elevado o grandilocuente sino a través de su frené-tica sucesión. Por ello escribirá: “Alguien está tensando la malla de los términos”, y de esta forma quizá los términos acaben por desfigurar su realidad. En otro momento señala: “Escribo de broma hasta cuando soy tajante”. Idea que recuerda a aquella orteguiana que decía: “Ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas”.
El poema, por lo tanto, no representa un sujeto que descubre algo, como an-tes, sino que presenta una serie de circunstancias, simples, sometidas a un lenguaje que no se deja atrapar, que se desmiente a sí mismo a cada paso, insatisfecho, donde la ironía (algo que ya se podía intuir en su anterior libro Desvelo sin paisaje) crece como elemento creativo fundamental. Ironía, sí, al modo de Schlegel, es decir como recurso para mantener su obra en perpetuo devenir, inagotable en sus significados, progresiva, permaneciendo tanto el autor como su objetivo artístico en una superación constante de las limitaciones. Por ello la escritura se convierte en contrabiografia, porque no nos dibuja un sujeto plenamente formado como una escultura reconocible en todos sus límites, sino más bien una conciencia que se va desmembrando, o mejor dicho, que no se sujeta a simples moldes formales. De esta forma hallamos versos donde el sentido se difumina: “No sólo al extender la alfombra de la causa / con ganas de decir basalto a los reproches / con la esgrima de la separación / bipartita del mundo”. La musicalidad (otro elemento clave) se rompe dejando su lugar a un ritmo sincopado, un ritmo compuesto a partir de una sucesión de notas a contratiempo. (Descuidado / del rítmico bastón / soy como un tonto en / constante preiluminación). El poema para Carlos Pardo, en definitiva, no es un espejo que busca su reflejo lineal y pulido, sino que es sucesión, suceso invertido, lenguaje común bajo sospecha, reflexión amorosa, dispersión biográfica, ironía… Por todo ello, quizá, sea un libro que no deje a nadie indiferente.

(Publicado en la revista Azul, n-1, 2008)

LEYENDO SUTURA

CARLOS ALCORTA: Sutura. Hiperion, Madrid, 2007.


Sutura es el título del último trabajo del poeta Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959). Desde el título, pues, observamos que la intención del autor es establecer un nuevo estado de cosas, un nuevo límite, pero en ningún caso un fin de trayecto. Sutura ha de entenderse creo como tránsito entre las distintas formas que tiene el sujeto de darse o construirse. Toda sutura es la marca, el signo más palpable de los hechos que somos y nos conforman. Al igual que el agua se transforma en sólido, líquido o gaseoso sin dejar de ser agua, el poeta nos dibuja sus diferentes estados tales como pensamiento, memoria o recuerdo dejando diluir de un modo integrador su identidad en cada uno de ellos. Así a diferencia del agua el poeta es todo al mismo tiempo. Los accidentes —mal leyendo a Aristóteles— son también episodios basales de su identidad. Tiempo y espacio son, en efecto y por encima de todo, los hilos precisos de esta sutura, a partir de la herida que ha abierto la memoria.
De un modo más implosivo y directo que en sus anteriores trabajos Trama (2003) o Corrientes subterráneas (2003) se ahonda en Sutura en vías y raíles que se adentran en los procesos personales de la identidad. Toda búsqueda de identidad, algo que sabemos desde Wordsworth, es también y sobre todo la búsqueda o el brote de la diferencia. La identidad, ese yo que ahora nos hospeda o que hospedamos, tangentea su propia realidad para buscar entre los restos de la memoria algo desde lo que erigirse. El poeta es un observador. Alcorta, estructurando su escritura sobre una sólida arquitectura lingüística, rica en imágenes reflexivas, establece un doble diálogo consigo mismo a lo largo de los trece movimientos que componen el libro. Por una parte hacia fuera, es decir hacia el estado y el espacio visual de los objetos y hechos del mundo, pero por otra parte y en función de eso, el poeta establece un vínculo poético consigo mismo que lo lanza vertiginosamente hacia espacios de una profunda visualidad interna. Hallamos, pues, en el libro un vértigo, que tomando palabras de Eugenio Trías, podríamos decir que “resulta de la doble inclinación hacia fuera (atracción del abismo) y hacia dentro (tendencia a la conservación)”. Un vértigo que se relaciona con la contemplación. “El vértigo —continúa Trías— tiene la prerrogativa del contemplar”. Este es precisamente el motivo que hallamos al inicio del libro, en el primer poema cuyo cierre nos pone sobre la pista: “Quien aprende a mirar, aprende a ser” (p. 10). Esta forma del contemplar supondrá uno de los ejes más importantes e interesantes de esa construcción poética de la identidad. Alcorta, en efecto, construye lo poético desde ese doble diálogo dentro-fuera donde la sutura y el vértigo son espacios centrales, pero fundados en todo caso sobre una clara y bien trazada imaginería óptica. Así lo hallamos a lo largo del libro: “Buscabas en el fondo de sus ojos […] / Buscabas al fondo de su retina” (p. 11), “… mirando el mundo / que te rodea con la desconfianza / del humillado” (p. 23), “Tu mirada refleja la nada del pasado” (p. 27), “Esa íntima pulsión de la mirada” (p. 31), “Miras hacia abajo, hacia lo que existe / fuera del tiempo” (p. 39). Desde la mirada pues, no una simple mirada física, sino como proceso dialógico y temporal contra uno mismo, se va formando y desarrollando esta sutura. El tercer movimiento es un claro ejemplo: “Observas el paisaje con fingida / indiferencia. En nada se parece / a la luminosa extensión campestre / que examinabas al nacer el día, / a las desiertas y escarpadas lomas / cuyas laderas nunca recorriste”. Es esa observación, este proceso o ajuste de cuentas, lo que construye el poeta desde el vértigo de la memoria que más arriba señalábamos. Un vértigo que surge de esa doble inclinación hacia fuera y hacia dentro. Así, en ese tercer movimiento del libro, y en una de sus sugerentes secuencias parentéticas queda perfectamente dibujado el doble trazado: a) “(El cortante zumbido de las hélices / de un bimotor que asciende sobre los edificios, / su gélido sonido amortiguado / cuando atraviesa el macizo de nubes”. Hasta aquí el proceso es, dicho de un modo ambiguo, centrífugo, es decir, describe una serie de hechos externos que permanecían como señales en la memoria, pero dando un paso más el poeta dibujará qué implican en el fondo y así de un modo centrípeto vuelven hacia dentro, lentamente, como hondas. De esta forma leemos el final de la secuencia: b) “…temporalmente inmóviles / dificulta esa íntima indagación, / de carácter no sólo defensivo, / hacia la que deriva la escritura.)” (p. 16). Este es un ejemplo de un proceso continuo y bien delineado a lo largo de la obra. Escritura como vértigo contra sí mismo, quizá como poética, que queda igualmente reflejada cuando afirma: “El vértigo de lo desconocido, / como un falso deshielo, recrudece / en el porvenir el caudal del alma” (p. 12) o “Síntomas de extrañeza anidan dentro / de ti […] /… entre dolor y gozo, oscilas” (p. 13) o “¿Del desencanto y de la rebelión / contra uno mismo nace la escritura?” (p. 43), o “¿Eres quien se sustenta / en el poema, un temerario actor / inmune al veneno del desengaño / o es que acaso el dolor retrospectivo duele sólo de modo imaginario / en las negras palabras que lo nombran y esa merma estimula la osadía?” (p. 33). De esta forma la mirada y la escritura van tejiendo esa sutura, ese ajuste de cuentas. El propio poeta traza la respuesta: “Gracias a la anestesia del olvido, / a la consumación del ser en la escritura / toleras el tormento de vivir / y a ti mismo, inactivo, a la espera de qué” (p. 30).
Sutura supone en su conjunto una obra de plena solidez donde lo reflexivo no queda vagamente enramado en las alturas sino que se entrelaza con un tejido de sensibilidades plenas y variadas. La memoria, base fundamental del texto, se alía a los sentidos para construir el yo presente del poema y del poeta, más allá de lo simplemente confesional; espacios donde es posible hallar hondos interrogantes metafísicos de resonancias rilkeanas: “¿Quién, ángel o demonio, / toma las riendas del deseo y muestra, / en el hogar frecuente, de la dicha / su verdadero asiento, el desafío / de querer ser la nada si nada te complace?” (p. 41). Memoria, palabra y poeta, es decir, el reducto elemental de la identidad, del yo, sostienen, en fin, esta interesante obra. El cierre del libro, pues, no deja nada desatado:

Estás aquí. Son tuyas las palabras
que entonan un canto de gratitud
por la simple razón de estar presente.
Esta es tu victoria, tu recompensa.
Guarda por siempre bajo siete llaves
la refulgente bala de plata que atraviesa,
cuando el fervor se acalla, los muros del olvido.




(Publicado en El maquinista de la generación, n-15, julio 2008)

miércoles, 13 de agosto de 2008

EFECTO WALLENDA


Se cumplen 30 años de la muerte de Karl Wallenda. Quizá suene lejano, pero aquel día de 1978, una leyenda del equilibrismo, fallecía tratando de cruzar las dos torres de diez pisos del hotel Condado plaza en San Juan, Puerto Rico. Tenía 73 años. Caía el vacío al intentar atravesar un alambre de 37 metros de largo sobre el pavimento. No era demasiado para él, en absoluto. Con lo que no contaba Karl es con un viento repentino de 48 kilómetros por hora que le desestabilizó por completo. Había sufrido a lo largo de su vida varios accidentes, pero éste sería definitivo. Sin embargo, si uno observa las imágenes (disponibles, claro, en youtube) Karl parece prever su muerte, se acuclilla un instante, y se da cuenta en medio del viento que lo desplaza, sobre la cuerda, de que ha llegado el fin y ha llegado como él quería, sobre la cuerda. Y así le llegó su muerte, que no dejó indiferente al mundo. Apareció por los aires en todos los televisores. El conocido Stephen King lo recogió en El Juego de Gerald. Escribe: «había visto al funámbulo Karl Wallenda perder el equilibrio, caer pesadamente sobre el cable que intentaba cruzar (un cable tendido entre dos centros hoteleros, creía recordar), agarrarse brevemente a él, y al final, desplomarse hacia la muerte que le esperaba abajo. Los telediarios repitieron aquella escena una y otra vez como si les obsesionara la tragedia».
Las metáforas y los mitos surgieron a su alrededor. Dio nombre al llamado Efecto Wallenda, que es el temor humano al fracaso. Su esposa relató que en las semanas anteriores al accidente, por primera vez, su esposo estaba obsesionado con la posibilidad de que “algo no funcionara”, se levantaba de madrugada para verificar la tensión de la cuerda, preguntaba a los ayudantes, en fin, lo revisaba todo de forma obsesiva. Y ahí está el efecto. Cuando uno va a tomar una decisión, o realizar una acción determinada, si centra su preocupación en la posibilidad del fracaso, pierde la concentración. No es que el fracaso no se reconozca como una alternativa, que en definitiva siempre está presente, sino que se anticipa, consumiendo como un gusano todas nuestras energías.
Sin embargo, Wallenda es mucho más que un efecto, es la magia de saber vivir sobre la cuerda floja. «Estar en la cuerda floja es vivir, todo lo demás es esperar». Palabra de Wallenda.

(publicado el día 13 de agosto de 2008, en El mundo ed. Cantabria)

lunes, 11 de agosto de 2008

CASPAR FRIEDRICH EN LA PLAYA DE EL SARDINERO

Las olas amenazantes y rugientes
parecen hoy sacadas
de la mano de un romántico alemán

qué poco sabían entonces de este placer sublime
de mear en medio del océano


(publicado el día 11 de agosto de 2008, en el diario Público)

domingo, 3 de agosto de 2008

TEORÍA DEL CALAMAR

Damián estudia tumbado sobre la toalla. El libro de Biología Marina abierto por la página 414. Junto a él sus zapatillas, que parecen animales desorientados y bobos incapaces de cerrar la boca, y dentro el monedero y las llaves de casa que repican como tripas metálicas y ruidosas. Es también el sol un lector rubio y despreocupado que se asoma por encima del hombro de Damián. Nunca antes había estudiado en la playa. Lee con desgana sobre la morfología del calamar, un animal fascinante con una de las mejores armas para desaparecer. Encima del recto está la bolsa de la tinta, que posee un conducto que se abre cerca del ano; la tinta es un pigmento oscuro que puede ser expulsado por el sifón produciendo una "cortina de humo" acuática, que esconde al calamar y le permite escapar de cualquier enemigo. Se imagina por un instante allí, ante todo aquel público, tirándose un pedo de tales dimensiones y textura que como un mago le hiciese desaparecer de la faz de la tierra tras una cortina de humo. Sería una inolvidable forma de poner fin a su vida. Un pedo tal que detuviese el transcurso del mundo, la maquinaria del tiempo, y que le permitiese estar así a solas sobre la arena, para siempre. Nota entonces en su ano la presión de una flatulencia, pero sabe contenerse con una precisa y rítmica contracción. Desaparecer tras una cortina de humo. Lo que para un ser humano es un manido truco de mago de tercera para un simple y ridículo calamar es parte fundamental de su vida. Una explosión de tinta, a su debido tiempo, puede salvarle, puede salvar su mundo. No se puede imaginar a los seres humanos, a todos aquellos seres que por miles, semidesnudos, vanidosos y felices le rodean con tal terrible arma a su disposición. ¿Quién no utilizaría la tinta a la hora de enfrentarse al problema más idiota que pudiera encontrarse al cabo del día? Lanzaría la tinta, elevando levemente su culo, contra su jefe, contra sus padres, contra todas aquellas mujeres que se fugaron, contra el policía que rellena el formulario de una multa, contra el funcionario que dice no… Se imagina Damián a toda aquella gente sobre la arena, con sus bikinis recién estrenados, de una nueva tela sintética capaz de secarse en treinta segundos, lanzándose chorros de tinta negra a la cara. Se lo imagina y es feliz. Cierra los ojos. Basta por hoy.

(publicado el día 2 de agosto de 2008, en El mundo ed. Cantabria)

AFTERPOST

En Afterpost. Gracias.